Ya no
podía hablar, el hombre, tendido como estaba en los huesos sobre el camastro
aquel; todavía me acuerdo, alrededor su mujer tapándose la cara, el médico, que
ya se iba, y el cura, que acababa de entrar; dos de sus hijos en un segundo
plano, ya mayores, miraban con pena, y entonces, el moribundo levantó la mano
todo señas y huesos indicando que se acercara el mayor. El tipo, un hombretón
ya con poco pelo, bajó la cabeza cuanto pudo por si podía pescar alguna
vibración reconocible en aquel hilo de voz, y entonces, la temblorosa mano del
padre, rozando por detrás la oreja de su primogénito, obró una vez más el
milagro, sacando para él una dorada chocolatina.
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