Comenzaba una ligera brisa, aún tibia pero ciertamente reveladora de
esperanzas más frescas, indicios de algún suave viento por venir al amparo de
las nubes de convección que se iban formando a hurtadillas tras del bochorno
descorazonador que ocupara el día. Ese calorón que, en ocasiones, quita hasta
las ganas de vivir. Sudadas, desvencijadas sobre unas sillas, con unos vestidos
ciertamente cortos y floreados, Yolanda y Lurdes ofrecían la casi totalidad de
sus piernas a la insignificante corriente de aire que pugnaba por sobrevivir,
incluso por crecer al amparo de la tarde de Julio. Desde niñas habían adoptado
voluntariamente la costumbre de vestir igual, o de forma muy parecida, como
sucede a algunas hermanas quizá por imposición materna, y sus cuerpos, quizá
modelados por el mismo atuendo, se habían desarrollado a la par mostrando
similares formas, ligeramente más estilizadas en Lurdes. Aquella tarde, que
comenzaba a nublarse, unas minúsculas gotas de sudor perlaban la cara interna
de los muslos en las dos mujeres, entre el vello corto, apenas perceptible si
no fuera por los esquivos resplandores dorados que a modo de ígneas tildes lo
hacían visible por la denuncia de los rayos de sol que aún podían esquivar las
nubes. Y esperaban; los breves pechos de Yolanda holgados, desentendidos de la
abierta parte superior del vestido, se ofrecían a cualquier mirada de soslayo
mientras su cabellera oscura y rizada caía hacia atrás algo húmeda. Ramiro no
terminaba de llegar, siempre tarde, al margen del tiempo, aunque, a decir
verdad, de su boca no habría salido como de costumbre ninguna hora concreta
para el encuentro. Sólo sabían que llegaría, como siempre y, entre tanto,
solas, en la destartalada terraza del ático, pugnaban por respirar
profundamente el aire hasta entonces irrespirable, sorbiendo de cuando en vez
entre los enormes hielos del combinado a base de licor de naranja y un chorrito
de menta. Lurdes se inclinó hacia la pequeña mesa redonda para encender un
cigarro y las gafas oscuras, demasiado grandes, cayeron hasta la punta de su
nariz y, por su pelo liso recogido, castaño muy claro, reptó un reflejo
brillante recorriendo su cabeza hacia atrás desde la frente, “se está nublando,
voy a quitarme las bragas”, dijo a modo de información sin esperar respuesta;
su amiga esbozó una sonrisa pero pensaba en otra cosa, en algo vago, se sentía
bien, relajada, con la cabeza echada hacia atrás recogía ya un poco de fresco
al paso del aire entre su pelo húmedo, gestando, muy dentro de su cabeza, unas
difusas ganas de alguna temeridad. De abajo llegaban unos ruidos sordos,
desvaídos, como de otro mundo, incoloros retazos de tráfico, rumores difusos de
voces, retales de melodía vertidos a la atmósfera desde la acristalada puerta
de un bar allá abajo, ritmos escupidos desde la ventana de algún adolescente en
un bloque a varias manzanas, la cola deshecha de una lejana sirena produciendo
una breve perturbación en la densidad del aire y todo ello, junto con el cielo
que se volvía irremisiblemente gris gravitando como el propio verano sobre la
ciudad medio vacía, envolvía los dos cuerpos aún jóvenes en un algodón sublime
y despreocupado. Breves intervalos de sol aún hacían chillar el catalán del
suelo, mordido, y refulgir el muro color crema, de una altura hasta el pecho,
disimulando sus desconchones. El muro que separaba todo aquello del abismo.
Entre el aroma mitad sugerente mitad agresivo que desprendían la piel y el
cabello de las chicas, mandarina y sándalo, comenzaba a llegar un olor de polvo
húmedo flotando en la mezcla de metales pesados, hidrocarburos, hojas verdes
calcinadas de las plantas vecinas y el parque próximo, con sus setos y acacias
maltratadas y sus parterres de flores por robar.
Ramiro abrió con lentitud
la acristalada puerta de acceso a la terraza adelantando con suspense estudiado
su pierna izquierda terminada en una raída zapatilla gris, provocando como
esperaba las entusiastas exclamaciones de sus amigas. Para cuando su desgastado
pantalón vaquero ganó por entero la posición, Lurdes ya abrazaba con fuerza
alrededor de la camiseta blanca desbocada y lo besaba repetidamente bajo el
lóbulo de las orejas y en la comisura de los labios. Yolanda se sumó enseguida
a la fiesta metiendo su mano por la espalda desnuda de Ramiro hasta la nuca y
jugueteando con su pelo, “vale, vale, chicas, yo también me alegro, pero no soy
de piedra…”. Él las dejaba hacer, eran sus chicas, desde la adolescencia, una
relación imposible de definir, enseguida lo compartieron todo, Ramiro extasiado
por la belleza de sus cuerpos, por sus ganas de vivir, por su entusiasmo
desbordante, por sus locuras, por haberle elegido para sus confidencias; ellas
atraídas hacia la extraña personalidad de él, muy fuera del circuito habitual
para chicos de aquella edad, indiferente al deporte, alérgico a los alardes,
siempre con sus movimientos elegantes, sosegados, con su voz queda, su discurso
lento, desgranando historias imposibles, sensaciones inadvertidas, deseos
inconcebibles. Con su cara de ingenuo y sus opiniones absurdas, con sus comentarios
ácidos y sus particulares aficiones. Pasaron los años, algunos, ellas tomaron
sus parejas, Yolanda incluso se casó, él se quedó en el ático de sus padres,
con la gran terraza destartalada donde habían pasado tantas horas, y su
relación, con el tiempo, no hizo más que estrecharse; así que, cada uno contaba
con su llave del ático. Y se veían allí con el absoluto desconocimiento del
resto del mundo, incluidas las personas teóricamente más cercanas a cada uno de
ellos, aún eran jóvenes y para cuando no lo fueran sería lo mismo, esa era su
vida y lo demás el resto del mundo. Ramiro se dejó caer en su hamaca milenaria
de estructura de madera comida por la intemperie y loneta descolorida por el
sol y guardó silencio, “cuéntanos algo, anda, no nos tengas así…”, y él se
quedó mirándolas con media sonrisa, divertido, pensando en lo bonitas que
estaban tan fuera de sus vestidos, tan deseables, con sus extremidades largas,
sus cabellos brillantes, sus labios pintados… “No sé, ya me estoy cansando de
tener que amenizaros siempre la velada”, dijo con fingida mala leche, “total
para que os acabéis descojonando…”, y Lurdes, “anda, so bobo, cuéntanoslo ya”.
Él calló de nuevo unos segundos, pensativo, “no sé si he tenido suficientes
besos…”, y ellas se le tiraron encima comenzando un besuqueo furioso entre
risas. “Ya está, ya está, vale, tiempo…”, no le quedó más remedio que zafarse
tirándose al suelo desde la hamaca hasta que se retiraron a sus respectivas
sillas, “está bien, os voy a contar algo alucinante, que sólo yo conozco
¿estáis preparadas?”, “bueno, yo ya estoy sin bragas, no te digo más…”. Y los
tres rieron a gusto antes de que Ramiro pudiera comenzar la historia:
“El otro día hablé con Pedro, me llamó aquí, al fijo, quería hablar
conmigo, ventajas de mantener el mismo número desde hace tanto…”. Ellas no
pudieron controlar gestos y exclamaciones de máxima sorpresa, porque Pedro era
un misterio, el gran enigma para los de su círculo, protagonista de otras
tantas leyendas urbanas. En el instituto era un chico callado,
extraordinariamente inteligente, con unas notas espectaculares que nadie le
echaba en cara; lejos del arquetípico empollón, gozaba del respeto de la
mayoría, un respeto reverencial hacia su superioridad intelectual generalmente
asumida. Era fuerte, física y mentalmente, y hacía uso de un sentido del humor
incisivo y, en ocasiones, lacerante, aunque por lo general contra personajes
que de sobra lo merecían. No tenía un círculo definido de amistades, trataba
con todos de igual forma y así, cada cual experimentaba la sensación de haber
querido charlar un poco más con él, de desear haberlo podido retener por más
tiempo, y esa sensación en los otros le confería un magnetismo creciente. Por
lo demás, no hablaba sobre sí mismo, no hacía confidencias, pocos sabían
siquiera dónde vivía y nadie conocía con exactitud la composición de su familia
ni el estatus social que pudiera corresponderle merced a los ingresos de sus
progenitores, de los que tampoco hablaba. Las chicas que se le acercaron más,
sólo consiguieron algún contacto físico, por lo que supieron contar. Yolanda y
Lurdes se sintieron en algún momento atraídas por él, pero no eran ellas de
perder mucho el tiempo, ni de medias tintas, a su modo exhibían la misma
independencia que él, lo que les acercó en un breve tiempo a un amago de
amistad, lo más reseñable que en este campo se le pudo achacar a Pedro y,
quizá, de haber continuado unos meses más por el mismo camino, la sociedad
Yolanda, Lurdes, Pedro, Ramiro, hubiera terminado como tantas otras partida en dos.
En dos parejas. Aunque probablemente no, ninguno de ellos estaba por su
carácter predestinado a eso. Pedro desapareció. Una mañana ya no se presentó en
el instituto y no se supo más de él, no hubo forma humana de averiguar dónde
había ido, su familia desapareció con él, pues el piso en el que habitaban pasó
a estar vacío. Y eso fue todo, lo que corresponde al plano real, claro, pues
las especulaciones a que dio lugar el suceso fueron infinitas, en una gama
desde lo más habitual hasta el completo absurdo pasando por el surrealismo más
estúpido. Dieciocho años más tarde, justo el verano anterior, se volvió a ver a
Pedro paseando por el barrio, más delgado, parecía incluso más alto, dicen que
volvió a ocupar el antiguo piso de su familia, esta vez solo. Los pocos que
trabaron conversación con él no pudieron sacarle más que vaguedades,
monosílabos y un apretón de manos. Un par de meses más tarde volvió a
desaparecer.
“Tardé en reconocerle, ahora ya ni siquiera se llama Pedro, vive en otro
barrio y su aspecto es muy diferente. Aún no sé por qué quiso hablar
precisamente conmigo, pero lo hizo. Necesitaba tiempo, así que no pudo ser por
teléfono, quedamos para el día siguiente en un antrito detrás de la plaza de la
Paja, anochecido, un lugar rojizo con muebles trasnochados que da a un callejón
verdaderamente estrecho, me costó encontrarlo. Quizá os lleve, flota una música
electroacústica a base de distorsiones que acaba relajando cuando la ignoras, y
el personal no se ocupa en absoluto de ti, incluidos los camareros…”. Un asomo
de impaciencia comenzaba a abrirse paso entre las cejas de Yolanda mientras
Lurdes tensaba el cuello, pero bien conocían las reglas, no se podía
interrumpir, de lo contrario Ramiro abandonaría y a otra cosa. Unas gotas
gruesas y espaciadas de agua tibia estallaron aquí y allá dejando un par de
segundos fugaces manchas ovaladas en el suelo caliente antes de desaparecer
evaporadas como por ensalmo. Se hizo necesario extender el toldo y bajo el
irregular repiqueteo de la lluvia en la lona, continuó el relato.
“Ha estado en el extranjero, no me dijo dónde, hasta que le ocurrió algo
raro y decidió volver. Según parece, un buen día empezó a tener problemas con
los dispositivos táctiles, primero el móvil, que no le obedecía a la primera,
luego no lograba descolgarlo a tiempo cuando le llamaban. Más tarde quiso sacar
dinero en un cajero y le costó al menos diez intentos de pulsar la pantalla con
varios dedos, hasta que al fin, en una de las máquinas de pesado automático de
fruta en un supermercado, le fue absolutamente imposible completar la
operación. La pantalla no reconoció el tacto de sus dedos, la presión, el calor
o lo que sea, imposible. Y ya no le funcionó nunca más en ninguna parte, ni
móvil, ni tablet, ni nada… Ya me diréis… Acabó por concluir que, de alguna
manera, habría dejado de existir. Así es Pedro. Radical. Y todo se le revolvió
por dentro, especialmente lo que había sido su vida, y es que dejar de existir
así, por las buenas, desequilibra a cualquiera, eso es al menos lo que yo pienso,
y así se lo dije. Pero no me miraba, creo que no esperaba consejos, sólo
colocar su rollo, ya me entendéis… Insistía mucho en el momento en que debieron
abandonar el piso en que vivían, cuando se fue del instituto, como si la
existencia de su familia hubiera tomado un carril indebido a partir de ahí. La
historia es truculenta, no sabíamos nada, pero llevaban tiempo acosados,
amenazados, todo empezó por una tontería, los vecinos de abajo, un matrimonio
extraño con un hijo mayor, comenzaron a quejarse insistentemente de ruidos que
supuestamente procedían de arriba, del piso de Pedro, aunque ellos no hacían
nada anormal. De ahí pasaron a pequeños sabotajes, rayar el coche de su padre,
manchar su puerta de pintura, asar sardinas en la terraza para que subiera el
nauseabundo olor, etc… Hasta que un buen día empujaron a su madre por las
escaleras; denunciaron, pero no se pudo probar intencionalidad y, desde el
juicio todo fue a peor, llamadas de madrugada, amenazas de muerte… Su padre
optó por abandonar el piso de repente, sin avisar a nadie…”. El cielo se
oscureció en unos pocos segundos y un par de resplandores fuertes precedieron a
sendos estallidos con sus secuelas acústicas en un corto espacio de tiempo,
como si las tripas del Altísimo se quejaran amargamente. Un breve sobresalto
cortó el hilo de la narración entre risas nerviosas, pero enseguida los ojos de
ellas, muy fijos en Ramiro, le instaron a seguir.
“Un suceso que, a todas luces, no ha podido olvidar. Por lo demás parece
haberle ido bien, es cirujano plástico, aunque ha decidido dejar la profesión
tras haber amasado una auténtica fortuna. No, no fardaba, dijo lo del dinero de
pasada, como con tristeza. Decidió volver al maldito piso cuando perdió la
sensibilidad de los dedos, o, por mejor decir, cuando las máquinas demostraron
ser insensibles a sus caricias, el año pasado y, por casualidad, estaba vacío,
el piso, en alquiler, cosa que no le extrañó cuando lo pensó mejor,
probablemente los vecinos de abajo habrían espantado a más de un inquilino. Desde
allí se dedicó a observarlos muy discretamente, no le reconocieron, nadie en su
antiguo bloque lo hizo, tampoco se dejó ver más que en algún cruce de escalera
a deshoras. Pudo constatar algunos cambios en la familia salvaje, el padre
estaba en silla de ruedas, la madre más gorda, desgreñada, con los ojos idos,
el hijo seguía viviendo con ellos pero se había casado, su mujer parecía ahora
la más amenazante, vociferaba un vocabulario soez contra seres y enseres, sus
insultos, sus inconveniencias, sus impertinencias chocaban contra personas,
animales y objetos, en ocasiones relataba en el mismo tono de voz hiriente,
aquellas cosas que le hacía ‘su hombre’, cosas que nadie quería oír. Todo el
mundo callaba, su marido era una mala bestia, se hacía cargo en solitario de la
frutería desde la minusvalía del padre, y andaba siempre de mala leche,
quejándose de todo, jurando y escupiendo. Pedro se dedicó a observarlos a
distancia, a la caída de la tarde, el hijo y su mujer paseaban al padre
impedido empujando la silla de mala gana por turnos, la madre salía poco. A los
pocos días escuchó el timbre de la puerta insistentemente, no le hizo caso,
luego unos tremendos golpes, quizá también patadas y gritos, pero no se inmutó;
al salir vio que le habían clavado un papel en la puerta, ‘SI SIGES CON LOS
RUIDOS CABRON TE VAMOS REVENTAL LA CAVEZA’. Le hizo gracia, no había cambiado
nada. El hijo frutero aparcaba su furgoneta en un callejón lateral como le
salía de los mismos, nadie osaba ocupar ese sitio y se dirigía a ella de
madrugada, hacia las cinco de la mañana, abría el portón trasero, se metía
dentro, trasteaba con las cajas, salía, arrancaba y se marchaba a mercamadrid
por el género. Así cada día. A Pedro no pudieron pillarle, sólo aparecía por el
piso cuando le cuadraba, en realidad no vivía allí, quería experimentar algo y,
de paso trazó un plan, al principio por entretenerse, suele darse a ese tipo de
distracciones según me dijo, pero luego, lo vio tan sencillo y le pareció tan
cutre lo del papel…”.
Por fin rompió a llover con ganas, los tres se vieron rodeados por un
rugido sordo y furioso, envueltos en vapor por los tres costados del toldo, las
gotas estallaban y se deshacían reventando en el suelo caliente; por sus
narices penetraba fuerte un aroma cansado y familiar a miles de veranos pasados
revividos por el aguacero, un olor a tierra cocida y empapada, a polvo
empaquetado y carbonilla disuelta.
“Una madrugada, finales del pasado agosto, bajó al callejón y esperó entre
las sombras, apenas se notaba el fresco entre el asfalto caldeado y las paredes
tibias, un silencio pesado aplastaba las sombras y ralentizaba cada movimiento
como si todo se desenvolviera en un paisaje lunar. Por el lado opuesto del
callejón no tardó en aparecer el frutero y a Pedro se le antojó una figura
irreal, de cartón recortado, que se moviera a impulsos de algún mecanismo
disimulado; esperó a que abriera el portón trasero de la camioneta y justo
cuando con alguna dificultad se encaramaba dentro, llegó por detrás y le calzó
a través del pantalón un jeringazo de pentotal que, en un par de segundos lo
dejó tumbado dentro, entre las cajas como un fardo; luego le cogió las llaves,
cerró el portón y como si tal cosa, se puso al volante de la camioneta. Las
calles estaban desiertas, mecánicamente, como en un sueño, conducía entre las
farolas y los semáforos cómplices que, en ámbar o verde, le facilitaban el paso.
Sin darse cuenta llegó hasta un edificio en una barriada de las afueras, en el
bajo había una clínica clandestina, de mala muerte, en la que había alquilado
el quirófano con lo indispensable y una habitación, y pagado bien a todo el
personal, no necesitaba más, no temía por la muerte del paciente. Se bajó,
golpeó un par de veces el enrejado de aluminio maltrecho de la puerta y
salieron dos tipos con una camilla que, no exentos de habilidad, llevaron al
frutero dentro del edificio. Pedro entregó las llaves del vehículo a uno de
ellos para que se encargara acto seguido de hacer desaparecer la camioneta por
un tiempo. Luego trabajó intensamente, durante horas, aplicando toda su
habilidad para un ligero cambio de look, afeitado integral, no perdió tiempo
con la liposucción, vaginoplastia y un par de tetas de silicona. La cara se la
dejó exactamente igual. Acabó extenuado y, antes de marcharse, dio
instrucciones para que, durante cuatro días, lo mantuvieran fuertemente sedado
y con un tratamiento hormonal de choque, al cabo de los cuales, sus dos
colaboradores debían depositarlo de nuevo en la trasera de la camioneta en
algún lugar alejado de su casa”.
Había parado de llover, una atmósfera limpia hacía brillar la cara de
Lurdes con la boca muy abierta y los ojos pícaros sonrientes, hizo un gesto
abanicándose con la mano y luego señaló a Ramiro, “¿te has inventado todo eso?”,
él sonrió de medio lado mientras Yolanda, que se había acercado, le ponía la
mano en la frente, “tienes la cabeza llena de mierda”. “Podéis creer lo que
queráis, él ya no volverá, tiene otro nombre, otro aspecto, no sólo físico,
mandó a alguien con su pasaporte al aeropuerto y no sabe si se quedará, me dijo,
pero, en cualquier caso, no volverá a contactar con ningún conocido, ahora,
para todo, utiliza teclado”. Y para aprovechar el aire fresco, que en aquel
instante sí corría con ganas por la terraza, se tumbaron desnudos en el suelo,
muy juntos, a echar tranquilamente un cigarro.