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miércoles, 27 de noviembre de 2013

7. EL HOMBRE


Ya no podía hablar, el hombre, tendido como estaba en los huesos sobre el camastro aquel; todavía me acuerdo, alrededor su mujer tapándose la cara, el médico, que ya se iba, y el cura, que acababa de entrar; dos de sus hijos en un segundo plano, ya mayores, miraban con pena, y entonces, el moribundo levantó la mano todo señas y huesos indicando que se acercara el mayor. El tipo, un hombretón ya con poco pelo, bajó la cabeza cuanto pudo por si podía pescar alguna vibración reconocible en aquel hilo de voz, y entonces, la temblorosa mano del padre, rozando por detrás la oreja de su primogénito, obró una vez más el milagro, sacando para él una dorada chocolatina.
 

miércoles, 20 de noviembre de 2013

6. LA REUNIÓN


“Mi mujer tiene un perro”. Eso es todo lo que Mario pudo articular tras de un silencio incómodo, infinito y a la vez esperado. “Mi mujer tiene un perro”. Mario Montes, en una carambola sin sentido, coincidió aquella tarde gris plomo (finales de febrero) con Alfredo Meneses y Carmelo Aguado, de los departamentos didácticos de Dibujo y Ciencias Sociales, respectivamente. En el lugar más inesperado: su propio centro de trabajo, a unas horas, eso sí, en las que ningún profesor suele acercarse por allí, terminadas las clases mucho antes. Y entre los tres, hallados cada uno “in fraganti”, prosperó la necesidad individual de explicar a los otros el motivo de tan intempestiva visita al instituto; todo esto como colofón a una también compartida cadena de sentimientos engarzados tras comprobar que no se estaba solo: fastidio, ridículo, culpabilidad, zozobra, curiosidad… Algo así, no sé si en ese orden. Mario Montes, titular de química, física y química, estaba, aquella tarde, agazapado en el laboratorio, segunda planta, al fondo del pasillo opuesto a las aulas, a la derecha, todo a oscuras excepto el propio laboratorio, iluminado a un treinta por ciento de su capacidad (sólo una de las tres filas de fluorescentes). Trasteando Mario en silencio con algunos frascos, olores salvajes de botica, limpiando los estrechos tubos de ensayo sobre la pila cuadrada que devolvía soberanamente amplificado el golpeteo del débil hilo de agua que manaba del alargado grifo pico de cigüeña. El repiqueteo de las gotas perdidas, roto el canijo chorro por la interposición del tubo y las propias manos de Mario. Muy desagradable todo, incluido el metisaca obsceno del artilugio bastardo a modo de cepillo redondo, de escobilla erizada de púas siguiendo un patrón retorcido, helicoidal, a las órdenes del torturado alambre de acero. Y Mario, que nunca soportó esa operación, la inhóspita limpieza de tubos, todo frío, agua, cristal y escuálidos espumarajos de impotente espuma; se encontró solo, realizándola por lo que parecía iniciativa propia. Y eso porque a veces, cualquier cosa mejor que la inactividad, todo mejor que el silencio. El silencio, espacio de la verdad, antesala del miedo, como esos momentos de angustia en los que uno cree morir y el mundo se para, antes del vómito. Por eso, en ocasiones, uno se mueve, y hace ruido, y trata, por todos los medios de no dejar resquicio al subconsciente, a la propia conciencia. Trata de tapar la boca al de dentro, a ese individuo que no entiende de componendas ni de disimulos, que no tiene piedad, ni sentimientos, que pregunta sin ningún pudor por la verdad que bien conoce de antemano pero que quiere oírtela decir alto y claro. Mario montes giró rápido la llave del grifo provocando un ostensible aumento del caudal y se multiplicó el ruido enriqueciendo el espectro de los armónicos. La pila cuadrada retumbó de veras, y en su pulida superficie las salpicaduras organizaron un polirritmo percusivo al tiempo que el grueso del chorro impulsaba el volumen de los agudos ofreciendo una polifonía plana y lúgubre. La tarde entre tanto, por la ventana más alejada, oscurecía el gris húmedo a hurtadillas, y unas gotas finas y heladas, como esquirlas de un demonio de hielo, perlaban una fracción de segundo el espacio intempestivo. Entonces unos pasos arrastrados, imperceptibles para Mario, obsesionado en no dejar salir a la bestia, concentrado en el salpicado sonido cerámico, en el baile de las gotas sobre el blanco brillo, en la fantástica desaparición del líquido por el agujero del desagüe como si por él se deslizara, a la misma velocidad, su propia vida. Los pasos terminaron apoyados en el marco de la puerta del laboratorio, cansados. “Buenas tardes”; y, al levantar la cara de la pila, no menos blanca, la cara de Carmelo fue como una aparición y, al mismo tiempo, como si siempre hubiera estado allí. Así de conocida le era esa fisonomía de ojos grandes y absurda sonrisa; pero no esperaba encontrarla y se azoró, a duras penas cerró el grifo sin saber qué dejar primero, la escobilla o el tubo de ensayo, ni donde apoyarlos. Y en su azoramiento agitó por simpatía a Carmelo, consciente en ese momento de que también él tendría que explicarse, que despejar las dudas ahora al descubierto por su presencia allí, a esas horas, las dudas que pondrían sobre la mesa el vacío de vida que impulsa a un individuo a regresar a su lugar de trabajo durante las, tan ansiadas para los demás, horas de ocio.

“Me olvidé de preparar la práctica, y mañana a primera hora…”, fue Mario el primero en justificar la anomalía, y acto seguido Carmelo, “Pues yo me he dejado la agenda, ya ves; en casa comencé a dudar si no habría puesto para mañana algún control a los terceros…”. Silencio. Un olor a hormigón húmedo se colaba por las rendijas de las ventanas de aluminio, siempre mal ajustadas, recordando el inaprensible aroma a segundo trimestre. Un aroma largo, desabrigado, con matices tristes de fiestas pasadas, desesperanzado. Ráfagas de viento helado azotaban el muro exterior del laboratorio justificando el silencio expectante de los dos, ansioso por encontrar un final próximo. Y en ese silencio otros pasos, “parece que no estamos solos”, salió de la cabeza de Carmelo vuelta hacia el oscuro pasillo, como si pudiera indistintamente hablar por delante y por detrás; hasta que los pasos trajeron a Alfredo, barriga por delante sobre sus piernas escurridas. Los pantalones de Alfredo siempre colgaron bajo su barriga como ropa tendida, puestos a secar, sin piernas dentro; nunca unos vaqueros lucieron una caída tan similar al tergal, qué cosas. “Pensé que estaba solo”, “me alegro de veros”, y Mario quedó petrificado por la granítica sinceridad de la frase, la frente y los pómulos de Alfredo expresaban una suerte de alivio, la interna alegría del náufrago rescatado, “me he quedado trabajando y se me han hecho las tantas, pero ya que estáis aquí…”       -Qué. Ya que estáis aquí qué?- quedó flotando la duda en los ojos de los otros, y aún pudo dar un par de vueltas por el vacío laboratorio, deformándose al pasar tras los cristales curvos de tubos y redomas, porque Alfredo calló. Y no parecía que tuviera ya ninguna intención de continuar por ese camino. Ahora los tres estaban dentro, Mario se alejó de la pila y se secó cuidadosamente las manos, como dando tiempo; Carmelo se sentó en una de las altas mesas del laboratorio, las piernas colgando y, los dos, por orden explicaron a Alfredo su presencia con exactamente las mismas palabras que habían utilizado minutos antes, como un papel aprendido para la función de fin de curso. Y fue entonces cuando él, sin introducción, sin anestesia, les dijo aquello de que no quería volver, a su casa, que no era la primera vez que se quedaba. Que en su casa no había nadie, que, de repente, no aguantaba más la soledad, aunque siempre había vivido solo. Y no estuvieron en absoluto preparados para aquello, para la sinceridad digo, y, por supuesto, no correspondieron con un ápice de ella por su parte, al contrario, Mario calló, pero Carmelo pasó por alto lo que acababan de oír para con voz nerviosa relatar algunos chascarrillos sobre el trabajo, las clases y los demás compañeros o compañeras, sobre todo de ellas… El discurso se volvió monocorde, interminable. Mario maldijo el día en que el maldito perro entró en su vida, o en la de su mujer, por mejor decir, porque el dichoso perro le estaba comiendo por dentro. Maite, su mujer, siempre quiso tener uno, él no hizo mucho caso pero, pasado el tiempo, cuando el capricho parecía olvidado, se presentó la oportunidad, un cachorro, unos amigos… Maite se volvió loca de remate y él… bueno, Mario se alegró al principio de verla tan feliz y pasó por alto las molestias. De eso hacía ya año y medio, el perro había crecido y Maite desaparecido. Desaparecido para él. No soportaba ya el olor acre del animal, las dentelladas a los muebles, el sofá lleno de pelos, las meadas que aún se le escapaban, los esporádicos vómitos, las salidas intempestivas a la puta calle para que hiciera sus necesidades… Y no era lo peor, Maite le hablaba, le acariciaba constantemente, le pedía opinión sobre cualquier cosa, y el maldito perro se le subía encima, le lamía la cara, los labios, con esa lengua viscosa. Hacía tiempo que no podía besar a su mujer y Maite no parecía haberlo notado.

Alfredo esperó, esperaba como si todo el tiempo le perteneciese y pudiera dilapidarlo a su sabor, sonriente, escéptico, paciente. Miraba a Carmelo como pensando “sí, hombre, sí, di lo que quieras, derrama tu nerviosismo, dilata el momento, va a dar igual”, y sus ojos mostraban sonrientes un abismo construido de infinitas paciencias practicadas en millares de clases perdidas, dentro de aulas uniformes, ajenas al paso de las estaciones por las ventanas, de los años, de los lustros, paciencias en espera del silencio, de la aplicación, de la buena educación, del trabajo; en espera, siempre esperando por si la próxima generación, los siguientes, por si la civilización occidental fuera obrando en las cabecitas de niños, de adolescentes, de padres… Alfredo asintió a la penúltima insulsez atribulada de Carmelo (afanado en no dejar un segundo de silencio, presintiendo lo que ineludiblemente habría de pasar), con la seguridad del que manda, “ya pararás”, sonreían sus pómulos levemente contraídos en esa mueca tan común que expresa la simpatía por compromiso. Y parecieron sus pómulos –esto sorprendió a Mario- una vez más, redondos, casi turgentes, como si hubieran por milagro recuperado esa porción de grasa que abandona la piel tras la juventud, dejándola poco a poco como pergamino y luego como papel, al fin una película casi transparente que cubre la calavera como gasa mojada en las personas muy ancianas. Carmelo respiró por fin, rendido a la superioridad en la mirada de Adolfo, en el momento en que un ruido telúrico se colaba anulando el repiqueteo de la lluvia que había decidido insistir. Una vibración grave los sobrecogió un segundo. Luego Mario, mirando hacia el suelo desde la ventana, con prevención, pudo sorprender al conserje encapuchado, atravesando el patio seguido por dos grandes contenedores de plástico gris y tapa anaranjada. Las ruedas de los cubos de basura saltaban por las aristas del encofrado a base de polígonos regulares que civilizaba el hormigón armado del suelo del patio, exigidas sin misericordia por la urgencia de Roque, el conserje. Provocador del pequeño terremoto local capaz por un momento de alterar el curso de las cosas. Sólo un momento, y Alfredo, sin prisa, “pues yo, de repente, lo dicho, ya no aguanto estar solo, y empiezo a dudar si aguantaría acompañado…”. Nada podía detener la sinceridad de acero que oponía Alfredo en aquellos instantes. Les descubrió el vacío de su apartamento pieza por pieza, el nerviosismo absurdo que se apoderaba de él tras la comida y que ya nunca le permitía una buena siesta. La mano ansiosa hurgando sin cesar en el mando a distancia, los ojos que no paraban en sus órbitas delante de un libro, sin paciencia, sin pudor, queriendo llegar al final sin siquiera sobrevolar el principio, ansiando quizá atrapar con urgencia cualquier deleite que pudiera atesorar el volumen y sorberlo sin pérdida de tiempo para ir a buscar otro, y no, no era eso, no era así; así acabó también por olvidar el placer de la lectura y, una tarde, quiso hablar con alguien, lo quiso con la misma urgencia con que últimamente se le imponían todas las cosas, como el que se orina irremisiblemente, y buscó nervioso en una vieja agenda, como si no supiera de memoria los nombres que allí figuraban; buscó como si por casualidad hubiera allí olvidado el teléfono de alguna vieja novia, implorando una laguna en su memoria, esperando con desesperación descubrir el nombre de una relación olvidada, como si pudiera existir ese olvido, una mujer que alguna vez lo quiso y que aún, por no sé qué, le estuviera esperando. Y se hacía de cruces al contarlo entre el llanto y la risa nerviosa, porque de verdad lo creyó posible, quería tanto creerlo que repasó la libreta varias veces, hoja por hoja, aún sabiendo de sobra que sus relaciones con el sexo opuesto habían sido dos, la primera a los catorce años y ella no llegó a saber más que de su amistad (por supuesto entonces nadie se daba el teléfono) y la siguiente a los veinticinco, Andrea, el amor de su vida, duró tres meses. La policía vino a verle para que dejara de llamarla un año después (un año, quién lo iba a pensar, no era en absoluto consciente de haberla llamado tanto, ni le parecía posible que hubiera de repente pasado un año. Sólo quería saber por qué, si no había notado nada, por qué no quiso verle más, en qué había fallado, por qué de repente, por qué…). En la sobada agenda, pastas plastificadas azul marino, hojas sucias a una raya, amarillentas, las puntas dobladas o enrolladas, sólo nombres pretéritos de parientes lejanos, la mayoría con la alambicada letra de su difunta madre (Dios la tenga en su gloria), algún fontanero ya desaparecido, Talleres Marcelino –no recordaba que un día tuvo coche- y el teléfono también de la asistenta. Nada. Un par o tres de tarjetas de otras tantas editoriales. La soledad es como un globo que va perdiendo el aire cuando uno está dentro. No solo está uno aislado sino que el espacio, que debiera expandirse con la ausencia de otros seres, se contrae hasta envolverte como una membrana elástica irrompible. La sensación es asfixiante, no encuentras el resquicio, la salida, el hueco para respirar, la conversación con otro ser humano, la comprensión, la amistad. Nadie conoce las miserias que te afligen, las virtudes que te adornan, los vicios que te avergüenzan; las pequeñas cosas que te hacen disfrutar nadie las conoce, nadie quiere conocerlas. Todo queda en casa, nadie más disfruta la comida que te salió exquisita, nadie te pone la mano en la frente por si tienes fiebre, ni te disputa el canal de televisión, ni canta los goles de tu equipo o te afea la afición al fútbol, ni te saca de tus obsesiones, nadie se queja si la casa está fría o te pregunta si llueve o te sientes enfermo esa misma mañana. Nadie. Solo el globo va perdiendo el aire que ya te falta para respirar, la membrana de goma se te pega al cuerpo y braceas intentando liberarte, husmeas por las agendas, estrujas tu cerebro; en busca de alguna breve, insustancial, pequeña conversación abandonas la casa, pero la soledad no te abandona a ti.

Carmelo trató de intervenir pero esta vez no pudo, todo quedó en un gesto ahogado en una mueca, sólo él sabía de qué perros rabiosos intentaba escapar con su palabrería informe, pero pareció darse por vencido y miró al suelo quizá pensando que al final sería igualmente devorado como Alfredo, si no lo había sido ya. Mario se iba enfriando por dentro, reconociendo mucho de lo que oía, demasiado, atando los cabos de una conclusión funesta, como quien punto por punto identifica en sí mismo los síntomas de una enfermedad mortal. Alfredo seguía, cerca ya del final, cuando vuelves a casa sin haber encontrado, tras de un paseo incómodo y estéril, oscurecido ya, y no ves la razón para encender la luz porque estás solo y total… “Te encuentras en medio del sofá, un espacio infinito a los lados y al mirar hacia abajo, al pantalón, sorprendes las migas que han quedado entre los surcos de pana, miserables testigos de una cena muda, de un día sin vida, de una vida triste, y una pequeña lámpara de grasa que te hace por fin saltar las lágrimas y te das lástima y piensas ‘si me viera mi madre, Dios, menos mal que no puede…’”. Mario reconoció por fin en su cabeza que estaba allí para algo, para algo concreto, por eso había revuelto entre los frascos de sustancias tóxicas, peligrosas, pero ¿para quién? ¿qué ser debía abandonar el diabólico triángulo? ¿era acaso el perro, un animal inocente, irracional? ¿era culpable Maite por desear una mascota y dispensarle su cariño? Porque eso parecía algo de lo más común… Mientras en sus oídos se apagaba progresivamente el discurso de Alfredo, Mario rellenó hasta la mitad tres tubos de ensayo con una mezcla que le pareció adecuada y luego levantó la cabeza para mirar fijamente a sus compañeros. Había parado el viento y, aterida, asomaba la luna entre unos retazos de nubes como trapos sucios. “¿Ibas a decir algo, Mario?”… “mi mujer tiene un perro…”.

sábado, 16 de noviembre de 2013

5. OBJETOS


Parecen inanimados, carentes de ánima, esto es. Sin alma, para entendernos; luego, hay otras cosas en ellos más difíciles de entender. En los objetos, digo. Yo mismo tuve, por así decirlo (pues los objetos –así lo convenimos- pueden poseerse) una pluma. Era aquella una pluma de veras inolvidable, más aún considerando que estuvo por tres veces en mi poder, aunque, en honor a la verdad, creo que nunca llegué a poseerla y de ahí una buena parte de mis dudas con respecto a los objetos, pues ella, la pluma, mostró desde el principio una suerte de independencia, cómo decirlo, un atisbo de vida propia. Sí, de vida.

Fue primero un regalo de mi difunto padre (Dios lo tenga en su gloria si quiere estar entretenido) mal recibido por un adolescente entonces egoísta, caprichoso, acomplejado, huraño, hipocondríaco, acabado proyecto de cretino. Yo deseaba una e imaginaba otra muy distinta a la que recibí casi de uñas sin poder acallar mi frustración pueril. La miré de soslayo en su caja cuadrada y marrón y me desagradaron su forma y su tacto y, más tarde, su trazo demasiado grueso. Ella no me miró y ese fue el primer síntoma, no es que yo lo notara, perdido como estaba en mi estupidez nebulosa y hormonal, presa de mi disgusto desconsiderado. Pero no acusó en absoluto mi desprecio, eso es seguro, por la dignidad con que exhibía su brillo metálico, sus dorados extremos, su estilizado cuerpo, impecable. Por la naturalidad con que descansaba en su almohadillado nicho de terciopelo. No estaba triste, muy lejos del calamitoso aspecto de los juguetes olvidados, descartados; del resplandor llorón de las joyas infravaloradas o aparcadas en la oscuridad de los pequeños cajones del secreter. Nada de eso, ella no se dolió en ningún momento, ni trató de llamar mi atención por cualquier medio con los serviles subterfugios de los artefactos que se te cruzan en cualquier sitio haciéndose los encontradizos, de los utensilios con que no dejas de toparte cada vez que buscas cualquier otra cosa, interponiéndose en tu prisa, reclamando un pellizco de protagonismo aunque solo sea mientras los apartas contrariado de cualquier manera, a riesgo –y ellos lo saben- de resultar dañados en la maniobra. Ésta no, yo no la quise y ella, sencillamente desapareció; me costó un triunfo encontrarla una tarde que hastiado y, cómo no, por capricho, quise rescatarla por probar algo nuevo, por si acaso me estaba perdiendo alguna cosa o por cualquier otro mezquino motivo que ahora no recuerdo. La llené de tinta y ensayé unos trazos que enseguida me desagradaron, por gordos, y acto seguido me molestó su talle, por delgado, luego volví a guardarla, por tonto, con cierta rabia y un notorio disgusto; no supe apreciar la caricia de su plumín dorado en el papel que levantaba una suave música de viento entre lejanos chopos y el destilado olor a tinta. Ahora pienso que allí, confinada en su caja marrón liso que imitaba cuero, rectangular, brillante, muy marcadas todas las aristas, pasó unos años, mientras se sucedían los días y los meses, ajena al sol y a las tormentas, a las noches oscuras y estrelladas, hurtada del tiempo y de las estaciones. Qué pensaría mientras yo estudiaba, mientras salía, mientras en la tele resonaban los cuartos y las campanadas de otro nuevo año.

Me fui de casa al fin con la prisa encendida del joven inconsciente, me llevé lo que pude en unas cajas, lo que me permitió mi desatención atolondrada, mi inexperiencia ignorante que menospreció entonces lo vivido hasta allí y también, por tanto, sus objetos, ingenuos delatores de todo lo que en principio quería abandonar, soplones de ridículas sensiblerías, de gustos infantiles, bastardos o paletos, tristes impenitentes testigos de aficiones corrientes, de costumbres sin clase, de oscuras aficiones, de deseos baratos. Me dejé casi todo y una tarde pasados unos años, pocos, al fondo de un cajón, bajo unos libros, reconocí pulido el estuche marrón de la pluma. Sin querer la había llevado conmigo y ella, discreta como siempre, no hizo ningún ruido que pudiera denotar su presencia. Yo estaba algo más calmado, mi padre había muerto y abrí el estuche con precaución; algo de la mañana luminosa de otoño volvió a lucir entonces, como cuando fuimos a comprarla en una minúscula papelería de las afueras al otro lado de la ciudad, allí él la había encargado a un su amigo. Caminaba mi padre conmigo, ilusionado, mucho más que yo, casi rozándome, bien sabía él que no era la pluma como yo la quería, eso era complicado, y muy caro, pero se había ocupado de buscar un ejemplar magnífico dentro de sus posibilidades, quizá algo más allá, y confiaba en que terminara gustándome como la que más. Así me glosaba sus características mientras un tímido sol de sábado nos envolvía a los dos en celofán amarillo. Me pasó la mano por la nuca… Lloré, la pluma era otra, la misma, pero otra la que encontré al fondo del cajón inesperado, lloré a mi padre todo el rato que duró la limpieza, cuidadosa, y después el llenado de tinta, y aún más cuando el plumín dorado desplegó sobre el papel su música de viento entre los chopos lejanos y pudo su aguada tinta mezclada con mis lágrimas recordarme el aroma de otro tiempo del que no hacía tanto renegaba.

Y comenzó otra época, por esa necesidad tan humana e inconsciente de señalar por tramos el tiempo, míseras chuletas para el recuerdo. El recuerdo, el elixir dorado que resulta de destilar el tiempo, de estrujar nuestra vida, nuestros momentos en la prensa inexorable de nuestra memoria, para al fin extraer unas gotas, unas pocas, algunas muy amargas. Otra época en que llegué a idolatrar esa pluma, aunque no crean, ella no perdió la cabeza por ello, ni mostró un entusiasmo servil cuando volví a descubrirla en el cajón y la acaricié entre lágrimas, ni se mostró más tarde entregada, o jactanciosa, por gozar de mis favores a diario. Se dejaba acariciar, y oler, yo entonces la olía mucho, merced a un accidente que sufrí durante un ciclo de conferencias. Bueno, la cosa vino a ser que me interesó acudir a una serie de cinco conferencias sobre la Bauhaus en una de estas fundaciones de pitiminí que cuentan con salones de actos enmoquetados, envarados conserjes y, a veces, conferenciantes a los que difícilmente podríamos introducir un piñón por el orto (caso de ser esto necesario para algo, que por fortuna no lo suele ser). Venía mi interés, como casi todos los míos por una visión romántica que había urdido yo sobre el dichoso movimiento a base, fundamentalmente, de lo sugerente del nombre, de algunas frases entrecortadas pilladas sin ningún contexto en conversaciones ajenas, el título de un par de libros y las ensoñaciones que de todo ello se formaron sin ningún control en mi cabeza. Yo funciono así. En fin, el caso fue que, a los diez minutos de comenzada la segunda (conferencia), cubierta la casi totalidad del aforo, chirrió un poco la puerta de entrada al feliz recinto y asomó por ella una criatura etérea, apresurada en sus pómulos ligeramente coloreados y en sus cabellos que escapaban a la coleta, con la mirada azul ansiosa, algo inocente, por encontrar lo más discretamente posible un hueco, y ahí anduve yo por una vez rápido, afortunado y casi desinhibido (quién me lo iba a decir a mí) porque justamente a mi vera, medio tapada por mi abrigo, se encontraba una butaca vacante (porque son auténticos butacones mullidos, los que pueblan semejantes salones de actos)  y tuve la osadía con un gesto de cabeza y brazo de ofrecerla a tan deliciosa criatura en el momento crítico en que, desatendiendo al conferenciante,  la concurrencia comenzaba a curiosear desde las primeras filas la maniobra de la chica. Aquello fue un auténtico golpe de suerte, porque ella era preciosa, espigada, casi rubia, su cara blanca y rosa y una piel de melocotón sin estrenar rodeando las formas justas desde los pómulos a los tobillos. Era al mismo tiempo atrevida e inocente, cariñosa y distante, intelectualmente provocadora sin llevarlo al límite, formal y descocada. Descorchamos algunos juegos inocentes durante las conferencias y, a la salida, yo la acompañaba un largo trecho andando sin dejar un momento de mirarla, vamos, creo que me la comía discretamente con la vista. Una tarde vino sin bolígrafo (era algo despistada) y le dejé mi pluma. Desde entonces quedó aquella bañada de tal modo en el perfume de ella (del que yo ni tan siquiera había sido consciente a su lado) que pasó a formar parte de su palillero y, meses después, aún podía olerse con nitidez. Yo me bañaba en ese olor cada noche y era como una droga potente que me transportaba sabe Dios donde. El último jueves, pues ese día tenían lugar las conferencias, alguien vino a recogerla, qué sé yo, su novio, o su marido; ella hizo un gesto apresurado con el brazo y corrió precipitadamente hacia él, un tipo con gabardina y todo el pelo, sin siquiera despedirse. Y le besó en los labios sellando la frustración más grande que un ser humano puede concebir, con lo que yo había preparado para ese último paseo, pensaba haberle dicho… Le hubiera dicho algo sin duda sobre la finamors y el elixir que desprende la contención del deseo, “muero de sed junto a la fuente”, recordando aquella canción provenzal en el tiempo de los trovadores, o cualquier otra estupidez que la hubiera hecho sin duda correr aún más deprisa que la llamada de su hombre. En fin, unos meses más tarde la perdí, cuando aún conservaba indeleble el aroma de su colonia, cuando más la deseaba, perdí la pluma. Y me llevé un disgusto, no sé ni dónde, pero un día ya no estuvo. Por ninguna parte; pensé que se vengaba de mis antiguos desaires, mis desatenciones y miserias para con ella en el tiempo en que no supe apreciarla y quizás fue así; pudo también cansarse de andar cada noche pegada a mis narices, entiendo que no es plato de gusto… Son sólo hipótesis, porque ella no dejó ninguna nota. Siguió un periodo en mi vida que no tuvo nada de particular, no sabría qué decir sobre él, ni si el soberano aburrimiento en el que se bañaba tuvo o no algo que ver con la pérdida. Dos o tres años más tarde –y esto parecerá mentira- volví a encontrarme con la señorita de la Bauhaus (ni que decir tiene que, desde aquel episodio, cualquier referencia a la dichosa corriente, por muy tangencial que fuera, cualquier edificio cúbico, cualquier diseño simple me olía a Ella) sentada en el trastero, merendando. Pensé en marcharme pero, de verdad, estaba tan aburrido que fui a sentarme frente a ella sin más, en su mismísima mesa, y es que en ocasiones el aburrimiento te confiere esa audacia sobrenatural: ella estaba sola. Se me quedó mirando, me conoció, claro, y yo pensé, “verás, ahora va a saludarme de la manera más superficial, como si se alegrara de verme”, por ponerme en lo más doloroso que, en mi situación, hubiera consistido exactamente en eso, en expresarme formalmente la más absoluta indiferencia. Esa misma mañana yo había encontrado entre los restos de una antigua papelería que liquidaba todas sus existencias por cierre, una pluma exactamente igual a la que me regaló mi padre. Ella, sin dejar de mirarme, preguntó simplemente “dime ¿cuántas veces estuviste a punto de besarme?”, y yo tardé algunos segundos, “creo que fueron tres” .

4. BILINGÜE


Hacía tiempo que se le venía colando esa ciudad. Una ciudad pequeña, rodeada de una muralla baja y ondulante, por encima tejados de cuento, inclinadísimos, a dos vertientes, con chimeneas rectas hacia el cielo. Algunas torres, una iglesia grande, luterana, detrás las montañas, delante el río, lamiendo el pie de la muralla, salvado por un puente medieval pequeño, de un solo ojo, con las piedras húmedas de musgo. Primero fue en los sueños, ya ni se acordaba cuándo, quizá en las noches más oscuras, sin luna, en que los pensamientos previos al sueño tienden a ser lúgubres, a sustanciarse en preocupaciones; más tarde también en forma de ensoñaciones, por fin casi espejismos. Podría decirse en resumen que, desde siempre, la pequeña ciudad había venido en su auxilio, salvando las malas noches y los momentos agrios por el día ¿cómo era posible? Pues, en lo peor de la refriega, cuando su mente rota por la aprensión no atinaba ya a pergeñar un pensamiento limpio, correcto, entraba en una especie de letargo o sencillamente le ganaba el sueño, y allí, por el viejo y estrecho puente que desembocaba en la puerta de entrada en arco, penetraba en la pequeña ciudad a pie, sobre el empedrado rústico brillante por la humedad y por el uso. Por sus calles estrechas, a la sombra de los grandes aleros y las picudas fachadas, saludaba a la gente sencilla que iba y venía o se afanaba en los quehaceres diarios. En la plaza rectangular que daba a la iglesia, en ocasiones brillaba el sol o se desarrollaba un pequeño mercado de toldos a listas y tenderetes de cajas. Al principio eso era todo, y era suficiente. Suficiente para recobrar la calma, para mirar en adelante la realidad de otro modo, desde otro punto de vista, hasta el siguiente escollo.

Eso ocurrió la primera noche que hubo de dormir solo, y también cuando suspendió dos asignaturas y no se atrevía a decirlo en casa. Únicamente la ciudad le permitió descansar en esos momentos, sosegarse. El sueño era tan real que no le cabía duda, había estado allí, existía tan de veras como el mismísimo colegio, como el barrio que atravesaba cada día, de casas tan diferentes a las de la pequeña ciudad, de casas apiñadas en grandes bloques cúbicos con balcones generalmente inútiles. También el día que le dejó su primera novia deambuló largo rato entre las casas de entramado de vigas a la vista, que formaban dibujos fantásticos en espiguilla y otros reticulados con variantes curvas. Ese día acudió incluso a los oficios en la gran iglesia luterana toda por dentro forrada de madera, con techos altísimos, sujetos por un artístico entramado de vigas. Debió hasta sonar el potente órgano en lo alto de un pilar para que su dolor de entonces pudiera mitigarse. Más tarde, como era de esperar, se hizo adulto y arreciaron si cabe los malos trances, algunas personas queridas abandonaron el mundo antes que él y, las cosas que de pequeño, de joven, creía que tenían remedio, ya no lo tuvieron en absoluto, ni esperanza había de que lo tuvieran, así que, del sueño, la pequeña ciudad fue saltando a la vigilia, invadiendo los espacios en que la mente se iba, se evadía por unos instantes del conflicto diario que llamamos realidad.

En sus ensimismamientos, ya admitidos y tolerados por la gente que le rodeaba, familia, amigos y conocidos, compañeros de trabajo, conoció en la pequeña ciudad a casi toda su población, entablando relaciones cada vez más amistosas, más profundas, llegando incluso a ser invitado a comer en esos comedores que allí se instalaban en la primera planta de la casa, presididos por una gran chimenea y asistidos por sólidas mesas de roble y bancos robustos con respaldos tallados. Las viandas llegaban a la mesa hirviendo en panzudos calderos o grandes bandejas de barro, y los panes eran como montañas. Llegó a adquirir su propia casa, aunque modesta, pues encontraba trabajo remunerado ayudando a distintos artesanos. Era una casa estrecha, a dos manzanas de la iglesia, en una pequeña plazuela soleada…

La mala tarde que fue degradado y ridiculizado en el trabajo por un asunto que estaba muy lejos de su responsabilidad, se quedó solo frente al cristal de la ventana tras la mesa del despacho que le habían conminado a abandonar y que había ocupado durante los últimos cinco años. Fuera, en la calle, rugía el tráfico como si nada hubiera pasado y las personas caminaban a buen ritmo bajo esa misma ventana, aferradas al móvil o haciendo gestos a algún taxista. Un perro defecó en medio de la acera justo antes de que la vista comenzara a nublársele y una rigidez sobrevenida atenazara su cuello, como anclando su físico al suelo para mejor permitir que escapara su ánima. Esa misma tarde conoció, en la pequeña ciudad, a la mujer que sería su compañera, aunque la verdad es que, extrañamente, ya lo era cuando la conoció. Trajinaba con unos tarros de mermelada, cerrando unos y probando otros con una serenidad olímpica entre el aroma a madera, manzanas y ciruelas asistido por retazos de frambuesa, arándanos y avellanas; sus ojos, sus párpados no temblaban un milímetro y, cuando él entró en la habitación con su flamante chaleco de terciopelo verde con botones dorados bajo la casaca, sin siquiera mirarle, pero acariciándole con la voz, le fue explicando uno por uno los matices que apreciaba en cada cata de esas exóticas mermeladas antes de darle a probar con la máxima delicadeza. Por la ventana abierta comenzó una lluvia fresca y aromática y, la mujer, su compañera, se soltó el pañuelo de la cabeza y dejó que sus cabellos rizados cayeran hasta por debajo del hombro. Pasaron horas hasta que pudo recobrarse, porque nadie entró más en toda la tarde a aquel despacho, y, completamente entumecido, aunque feliz, salió de allí flotando, como si en realidad le hubieran ascendido.

Muchas veces pensó en escribir todo aquello que le pasaba, o al menos en contárselo a otro, a alguna persona, pero no encontró ninguna digna de tal información, es decir, ninguna que, según él, pudiera en realidad comprender lo que aquello significaba en su existencia y, en cuanto a escribirlo, lo intentó en alguna ocasión, pero él no era escritor y lo que salía de sus dedos no se acercaba a un pálido reflejo de lo que quería contar, cómo comunicar la bienvenida susurrada por el agua esmeralda bajo el puente, el color de la luz en los aleros y su sombra de perla sobre el empedrado, la melodía tarareada en el idioma de aquellas gentes, el propio aire que embriagaba y te hacía temblar… No, no era posible.

Por todo ello, después del accidente, cuando a duras penas lograron reanimarlo, posiblemente contra su voluntad, nadie pudo explicar (y muchos ni siquiera dar crédito) cómo era posible que este hombre, en una especie de éxtasis, se expresara en un idioma absolutamente desconocido para todos los que le rodeaban, un idioma que, tras laboriosos estudios y concienzudas escuchas de las grabaciones, algunos expertos lingüistas creyeron reconocer como una mezcla de checo y alemán bajomedieval.

 

lunes, 11 de noviembre de 2013

3. OTUMBA,2


No es que tuviera la costumbre de escribir en los bares, no lo había hecho nunca. Ni siquiera tenía la costumbre de escribir, pero un no sé qué le urgía aquella misma tarde a contar la historia que llevaba guardada desde hacía años. Si hubiera, aquella misma tarde, podido encontrar algún interlocutor, alguien siquiera dispuesto a escucharle un rato, no habría de fijo escrito nada. Pero así son las cosas, no es tan sencillo como pudiera parecer encontrar una persona para charlar un momento, precisamente cuando te urge la conversación, precisamente cuando no puedes quitarte de la cabeza un episodio tan pasado y absurdo que requiere, de repente y cuanto antes, una segunda opinión. Y así se decidió al menos a echarlo fuera a punta de bolígrafo, en la esperanza de que, una vez escrito, consiguiera él mismo, al leerlo, juzgar los hechos con otra perspectiva. Así se enrocó en una mesa al fondo, en una esquina, al abrigo de la curiosidad ajena, bajo la pared repleta de matrículas de automóvil, y pudo, por fin contarlo…

 

“Santiago Mirlitón Bicho. Era el nombre impreso en la placa de latón dorado atornillada a la puerta del 3ºE. La historia merece ser contada. Y debajo, en la misma placa: Músico de la Banda Municipal. Contra todo pronóstico, Santiago fue apodado “el mirlo” por sus vecinos. Era gordo y sudoroso, edad media, con una mujer adepta, poco aseada, y un bigotito fino, recortado entre frondosas sombras azules. Tocaba la trompa todas las tardes, de siete a ocho, en ocasiones para sus hijos, niño y niña, mellizos de diez años, algo ruidosos en sus peleas. Su vecino de al lado [3ºD] era un viejo escuálido tosedor con gárgaras que, con el buen tiempo, se remangaba los pantalones hasta justo debajo de la rodilla. Dejaba ver unas pantorrillas tambaleantes llenas de ronchas.

            Arriba [4ºA] Adela, viuda alegre con perro ineducado, impúdico oledor de sexos, mordedor de muebles, mascador de astillas. Calzaba (Adela), con permiso de la estación, unos pantalones pistacho muy cortos con vuelta, que dejaban ver de largo el abultado comienzo de sus cartucheras celulíticas cuarteadas de estrías. El resto de la pierna tenía un pasar. En el extremo opuesto [4ºF] Malaquías y Señora, dos almas cándidas con hijos ya mayores entonces, fuera de casa. Él, cobrador del Santo Entierro a punto de jubilarse; ella, sus labores, a mucha honra.

            Más arriba [7ºC] Juande y Marina, pareja joven a la moda barata. Ella, peluquera a sueldo, rubia tintada, esbelta. Él, parado de larga duración con negocios esporádicos quién sabe si inconfesables. Alto, con pinta de chulo sabiondo y hablar enfático, rebuscadamente fino sin motivos ni vocabulario al que acudir. Retorciendo palabras conocidas a base de sufijos imposibles o repescando términos de insospechado contenido (para él).

Mucho más abajo, mucho más maduro [2ºB] otro matrimonio. Con nada que ver entre los dos. Ella, Hortensia, mujer organizadora, gobernanta; por las malas, de armas tomar. Él, nada que decir. Ella, presidenta de la comunidad. Ambos rentistas. Hortensia y Ángel, matrimonio trashumante, como muchos, que, a comienzos del verano, trasladaban su existencia al pueblo. Allí, por unos meses, volvían a ser los mismos de antes; de antes de emigrar a la ciudad. Allí recuperaban, o reanudaban, por mejor decir, incluso los hábitos más sucios e insalubres, parcialmente interrumpidos por su vida urbana, con entera naturalidad. Estaban, como quien dice, como otros, haciendo las maletas, preparando los fardos, los baúles, todos esos malditos bultos multiformes que lograran, año tras año, acumular, atar, apilar a lo largo del pasillo, durante los últimos días de cada Junio.

            El edificio, que daba inicio a la calle [Otumba, 2], era en aquella época, finales de los setenta, el único bloque de viviendas en la primera manzana de la calle (ambas aceras incluidas), de manera que sobresalía enorme, inusual, desproporcionado, muy por encima de las dos filas de casas bajas de piedra o enfoscado pardo rematadas con teja árabe. Continuaba, sin embargo –el edificio, digo- haciendo esquina por el mucho más ancho y populoso Paseo de San Polonio, ya en su mayor parte poblado de parecidos bloques. Conservaba aún, entonces, el ascensor de madera, protegido por una reja sencilla, reticulado de alambre grueso ondulado, en rombos. Estremecedor el solado común: rellanos y escalera, terrazo decorado con imperfecto dibujo en nido de abeja blanco sobre fondo negro. Muy negro. Oscuridad reinante en las escaleras, alrededor del ascensor. Sólo en cada planta se abría un simulacro de ventana al patio interior. De obra, a base de gruesos bloques de cristal unidos con argamasa. Pequeñas y endebles las puertas de entrada a cada piso, dos paneles finos y relleno de cartón (serpentín de cartón pegado de canto. De lo más cómico que pudiera observarse en “carpintería”). Encima de cada puerta, pintada la letra en negro.

            Qué decir del calor que ataca en dichas fechas. Recuerdo las noches tórridas de gente sudorosa, paseantes, pañuelo en ristre buscando inútilmente, desesperada esperanza, la ráfaga de viento fresco a la vuelta de la siguiente esquina. Aceras y paredes supurando caldorras turbias vaharadas. Y a la luz borrosa crema laca de la farola amarillenta,  las conversaciones paradas de frases quedas, perezosas, parece que cobraran inmerecida trascendencia, por enfocadas y envueltas en silencio expectante. Los vecinos remolones a la hora de subir a casa, temiendo el agobio de su cuarto al horno durante todo el día, las sábanas ardientes. Y yo encantado de que así fuera, estirando un poco más la noche emocionante sin causa, como si algo sorprendente pudiera pasar, espiando temeroso los gestos de mis acompañantes por si en cualquier momento apareciera el indicio anunciador de la retirada, “bueno, va siendo hora de irse a dormir”, el bostezo precursor del fin.

            En ocasiones el destino urde tal nudo de casualidades que resulta difícil no creer en Dios. Sí, yo estuve allí y puedo asegurarlo, me enteré de todo. No es que viviera en el edificio en realidad, aunque el resto de los vecinos así lo creyeran; yo pasaba allí el tiempo. Bueno, no resulta fácil de explicar, mi casa estaba algo alejada, en la cuesta del río, a la parte de abajo. Por esa zona aún no habían comenzado a construir pisos, todas las casas eran bajas; algunas, como la mía, miserables; húmedas y de mala construcción.

Pero no era eso lo que me disgustaba de mi casa. Era la soledad. Al compararme con cualquiera de los afortunados que podían vivir en una comunidad de vecinos, todos juntos, cruzándose a diario en escaleras, ascensor, descansillos y vestíbulo, celebrando reuniones, escuchándose hasta los ruidos más íntimos a través de los tabiques de papel; me sentía un desgraciado, un paria. En mi casa silencio. Para tener las mismas probabilidades que en un bloque de encontrarte con alguien y siquiera saludar, había que salir a la calle y recorrer al menos cuatro manzanas. Y nunca podría existir la misma confianza. Allí no se compartía nada.

            En el 6ºC vivía el hijo de puta más grande del mundo con su madre. Unos decían que había estado en la legión, otros que en prisión y algunos que en ambos sitios. Llevaba el típico tatuaje casero en el hombro izquierdo, “amor de madre”, en un corazón malamente contorneado. Se llamaba Genaro Expósito. “El Gena”. Éste había sido desde niño el azote del barrio. Haciendo uso de una crueldad extrema, se granjeó sin mayores problemas el temor del resto, y así fue creciendo, a costa de hacer sufrir a los demás. Agresiones, extorsiones, humillaciones. Era fácil presa de la ira; por nada, se ponía como un energúmeno, y la gente se echaba a temblar. Con el tiempo, a base de pesas, flexiones y mala leche, había conseguido una complexión también temible. Se le consideraba un auténtico macarra (en la acepción local de la época). Subía y bajaba de la calle a su cubil, y viceversa, jurando y maldiciendo a gritos. Si lo hacía por la escalera, aprovechaba para limpiarse las manos pringosas de cualquier porquería en las puertas de los vecinos. Las restregaba sin pudor. A veces golpeaba como un salvaje las mismas puertas porque no le gustaba la música que salía del piso en cuestión, o simplemente por placer. Sus saludos eran insultos. En el ascensor palpaba a las mujeres sin miramientos, “estate quieta zorra que lo estás deseando”, y quitaba el poco dinero a los niños. Por diversión. También se lo quitaba a los mayores, aunque nadie denunciaba nada, ni lo decían en alto. Tal era el miedo que el vecindario profesaba al tal Genaro, “el Gena”.

            Aquellas noches tórridas de Junio, bajo la farola, al pie del portal, era Dámaso el alma del corrillo. Dámaso, en sus últimos tiempos como portero de la finca. Después de él la comunidad prescindiría de tal figura. La portería le había dejado tiempo para leer, y poseía una incomparable memoria. En algunas sesiones nos recitaba capítulos enteros de la venganza de Don Mendo, simulando cada personaje con un leve cambio de voz precedido de un cómico pasito a derecha o izquierda. Otras, relataba episodios de los doce césares, de Suetonio. Siempre con su alegría etílica, la nariz roja terminada en porra y sus grandes paletos amarillos sin escolta. Qué noches, me hubiera quedado a dormir en la acera, bajo la farola. Fue precisamente Dámaso quien, en su día, me facilitara la entrada en la comunidad de vecinos, como uno más. A mí me atraía el edificio desde que lo conocí, deambulaba por allí, pasando por delante del portal, así comencé a cruzar saludos con él, cuando salía fuera, a la puerta. Más tarde me paraba a charlar, manteníamos modestas conversaciones y, la gente del bloque, al entrar o salir, nos saludaba a ambos; también a mí por estar con él. Se acostumbraron a verme. Yo duermo poco, cuando Dámaso se asomaba al portal, me encontraba ya allí algunas mañanas, y eso, creo yo, debió moverle a confusión; también el que yo me aventurara, por mi curiosidad, en alguna ocasión dentro del edificio, probando incluso el ascensor.

Por las noches era el último en abandonar los alrededores del portal, a veces en el bar de abajo despedía a los vecinos que se recogían a sus casas. Un buen día de lluvia, andaba yo refugiado en el semicírculo exterior al portal, relativamente amplio y cubierto, mientras intentaba hacer recuento de mis escasos fondos rebuscando alguna moneda escondida en los bolsillos, cuando la puerta se abrió a mi espalda, “¿no encuentra la llave, Don Segundo?”. Era Dámaso, por primera vez pronunciaba mi nombre -quiero decir el nombre que él me adjudicó pensando que era el mío-. Yo, por una de esas espontáneas intuiciones, no le desmentí. Al contrario, entré en el inmueble con una sonrisa y llamé al ascensor dispuesto a saciar mi curiosidad sin restricciones. Caí en la cuenta de que pensaban que vivía allí. Para mí, como si me hubieran concedido un piso. Henchido de felicidad, recorrí los descansillos saludando a diestro y siniestro, escuché extasiado los ruidos caseros tras las puertas, las discusiones. Me aprendí los nombres de las chapas. En algunas no se oía nada, como en el 5ºC. Me pegué más. Nada. En la chapa, Segundo García. Tuve oportunidad de ratificarlo en días sucesivos. Allí no vivía nadie. Lo comprendí todo. En adelante, aprovechando el trasiego de vecinos, sujetaba amablemente la pesada puerta de entrada y, saludando, siempre saludando, penetraba en el edificio y subía hasta el quinto. Frente a la letra C, sacaba una llave si pasaba alguien o, agarrado del pomo exterior, simulaba terminar de cerrar la puerta. Fue más que suficiente, aunque llegué a rizar el rizo tirando unos calzoncillos al patio interior por una rendija en la ventana de mi descansillo y pedí educadamente, con falso rubor, a la inquilina del 1ºC (con salida al suelo del patio, los bajos eran locales comerciales) que me permitiera pasar a recuperar tan íntima prenda que se me había volado de la cuerda.

            Pasé, por qué no, a asistir a las reuniones de la comunidad. Me molestaba un poco el nombre. Segundo. Pensé si los padres del sujeto se lo habrían puesto por modestia o si, quizá, en el colmo de la pereza mental, por no buscar nombres para sus vástagos, se habrían limitado a numerarlos. Era, en todo caso, un pequeño peaje, lo demás un sueño. Atento, siempre atento, fui penetrando los secretos del vecindario. Adela y el Mirlo sostenían una azarosa relación, un idilio recóndito de escalera. Cada tarde a las ocho y cuarto, excepto los sábados, se encontraban casualmente en el descansillo del tercero; la viuda bajaba a pasear al perro, y el músico, recién abrillantada la trompa tras el ensayo, salía a tirar la basura en el instante en que, pegado a la puerta, percibía cercanos los jadeos y ladridos del sabueso. Tras un saludo formal y miradas tórridas de soslayo trufadas de potentes latidos libidinosos, se aprestaban muy juntos a bajar los dulces y oscuros tramos de peldaños hasta la calle. El Mirlo había pasado adelante, musitaba envalentonado entrecortadas obscenidades al receptivo oído de la mujer, mientras, con la mano libre, palpaba nervioso sus nalgas bajo el accesible pantalón corto, llegando por delante hasta el vello púbico. Luego subían en el ascensor.

            Existía una gran amistad, campechana, entre los matrimonios del 4ºF y el 2ºB, macerada en incontables veladas a la mesa camilla, rodillas al brasero y naipes en mano. Al tute, al julepe o la brisca, más raramente al cinquillo, enterraban por unas horas su amistad en aras de la competición, tratándose de lerdos, “tú no sabes tenerlas”, avaros, tramposos o potreros. Las voces no eran extrañas, comentando cómo podría haber sido cada jugada de no haber sucedido como en realidad fue. Pero había confianza, eran todos gente de pueblo y de una edad. Hortensia y Ángel, Malaquías y Encarna.

Pero vamos al grano. La noche del 22 del mes de Junio que ahora recuerdo, había convocada reunión de propietarios de la comunidad para las 23h. Después de cenar. En el vestíbulo. Solían hacerlo así en verano, dando por descontado que la gente se acostaba muy tarde y, a esas horas, todos estaban libres. Cinco minutos antes de la hora, las escaleras y el ascensor se veían poblados de vecinos en bullicioso camino hacia el vestíbulo; circunstancia esta probablemente prevista por los amantes del oscuro escalón, Adela y Santiago, cuando no tratada expresamente de antemano. El resto bajaban despreocupados; Malaquías, por ejemplo, al salir de casa, sólo había entornado la puerta. El caso es que, una vez abajo, se echó en falta a Adela y, como era de esperar, el Mirlo raudo, se ofreció voluntario para subir a avisarla. Al llegar al descansillo del cuarto vio, con algún disgusto, que Adela y el perrito ya esperaban el ascensor. Era consciente de que precisamente el ascensor, de noche, acristalado e iluminado, no podía ser escenario de sus tocamientos y, por otra parte, estando como estaba, libre, resultaría del todo sospechoso que ambos bajaran por la escalera, máxime cuando todos esperaban. Espoleado por el deseo, salió como una centella del cubículo y arrastró a la viuda hacia el extremo en curva del descansillo, la parte más oscura, frente al 4ºF, y casi sin mediar palabra, la besó mientras con la mano hurgaba rápido entre sus bragas, luego la otra directa al pezón bajo el sujetador. Adela, encendida, gemía levemente. El perro, hociqueando, entreabrió la puerta entornada del piso F y, erguido, se puso a mordisquear el canto y un poco el marco. Fueron dos minutos tórridos, luego entraron en razón, se compusieron un poco y bajaron al vestíbulo.

Encarna quedó en el salón, la televisión muy alta, algo aburrida y defraudada tras la marcha de Malaquías. No recordaba lo de la reunión y hacía calor. Algo despertaba en la señora Encarna cuando hacía calor de esa manera y, en esos casos, al menos en algunos, todavía se las arreglaba para pinchar a su esposo y rememorar juveniles ayuntamientos. Esa misma noche, al recoger los platos de la cena, había apretado sus pechos contra Malaquías y posádole, con malicia, la mano en la entrepierna, “tengo que coserte la cremallera de esa bragueta”. Pero él se había levantado deprisa, había reunión. A los diez minutos se hartó de mirar sin ver la tele y se acostó. Sobre las sábanas calientes, se subió algo el camisón, aún con la luz encendida, y pasó los índices, de forma mecánica, bajo el borde inferior de las bragas. Echó mano de la pera interruptor para apagar y…ya no pudo desprenderse de ella. Se frotó compulsivamente con el alargado interruptor con botón en la punta. La luz se encendía y se apagaba. Se durmió entre gemidos.

            Ángel se había quedado dormido en el sillón nada más cenar, como de costumbre. Él, por supuesto, tampoco sabía de reuniones. Él no se enteraba de nada, ni quería. Hortensia le había dado por inútil y ella lo mangoneaba todo a gusto. Hacia las once y media despertó de súbito e instintivamente buscó a su mujer. Al comprobar que no estaba, supuso que quizá habría subido a casa de Malaquías y Encarna, así que decidió encaminarse al 4ºF. Se encontró la puerta abierta y, como había confianza, entró pensando que estarían al fondo, en el salón, aunque no se percibía luz. A la altura de la puerta del dormitorio escuchó unos ruidos inquietantes, como ronquidos entrelazados con gemidos, y sospechó algo raro. A la luz exterior de la ventana abierta contempló

desmadejada, sobre las sábanas, la solitaria figura de Encarna y, en su mente rural, pensó si no la habrían drogado, con esa manera que tenía de gruñir, y allí no había nadie más. Se acercó silencioso a la cama, agarró a la mujer por un brazo y la sacudió con fuerza; él era hombre de pocas palabras y escasos recursos. Encarna se despertó sobresaltada, en la semioscuridad esbozó la figura de un hombre alto, desconocido y se llevó un susto de muerte. Soltó un grito ahogado, gutural, y se lo hizo todo encima. Ángel salió como había entrado y, sin decir palabra, volvió a su sillón del 2ºB.

            Malaquías encontró a su mujer sobre la cama en estado de shock, ensuciada de arriba abajo, salió a la escalera y se puso a gritar como un loco pidiendo ayuda. A su llamada acudieron numerosos los vecinos que regresaban a sus casas tras la reunión. “El Gena”, que no asistía nunca, bajaba en el ascensor a sus turbios asuntos nocturnos cuando divisó la aglomeración en el descansillo del cuarto y se limitó a gritar, “¡qué hacéis ahí, chusma, cucarachas! ¡cada uno a su puta casa me cago en Dios!”. Juande se abrió paso con suficiencia hasta el dormitorio, miró profesional las pupilas de Encarna y dijo que se encargaba de llamar a una ambulancia. De vuelta, reparó en la pulsera y los pendientes de oro al borde de la cómoda y, entre el tumulto, con un leve movimiento de mano, cayeron a su bolsillo sin que el gesto fuera advertido por nadie.

            La policía lo tuvo claro: la puerta, con evidentes muescas astilladas, debió de ser forzada; en la misma, nítidas de grasa, las huellas de Genaro Expósito, individuo con antecedentes. Encarna apenas recordaba nada, pero el reconocimiento médico no pasó por alto ciertas erosiones recientes en la zona vaginal. Además estaba el robo de las joyas. “El Gena” fue directo al trullo. Yo lo visité alguna vez. Un vecino es un vecino.”

 

miércoles, 6 de noviembre de 2013

2. EL PROFESOR


Pensé en marcharme, pero me quedé. Me quedé porque la sombra era fresca y aún hacía calor a finales de Septiembre, porque no tenía hambre, porque era domingo, porque estaba a gusto en la silla, una cerveza me había sabido a poco y porque desde la terraza me alegraba la vista la estampa encendida a pleno sol de la coqueta iglesia de Santo Tomás Cantuariense. Y también porque soy curioso y, sin querer, arrimo mi atención a las conversaciones ajenas, como la que justo entonces comenzaba a mi espalda, en la mesa de al lado; la posición ideal, discreta, yo no podía verlos sin girarme del todo (cosa que ni se me pasó por la cabeza) y ellos, por lo mismo, no repararon en mí. Eran dos parejas, maduras probablemente, de paso, como tanta gente por esta ciudad, y una de las voces comenzó algo…

" … Iba a decir difícil, pero no, es ese un adjetivo pálido cuando uno se enfrenta a un grupo de elementos confinados contra su voluntad en un habitáculo pequeño durante horas, poco inclinados aunque obligados a permanecer más o menos quietos en sus asientos y, por supuesto, nada dispuestos a escuchar.

            Cuando alguien, sabe Dios por qué imperativos económicos, morales, religiosos, sociales o, al fin, por la propia fuerza de las cosas, se ve impelido a comunicar cualquier materia a esta tropa presa, por lo demás, de la más ardiente dispersión física y mental, los resultados son con frecuencia el sueño de cualquier guionista afín al surrealismo.

            Recuerdo sin más una entrada sublime en uno de estos reductos que acabo de describir, residencia temporal de uno de aquellos grupos que el Señor confunda, famosos no precisamente por su aplicación silenciosa al estudio. Iba yo de buen humor, lo recuerdo bien porque me duró sólo un momento, aunque ya desde fuera era patente la algarabía general a base de aullidos de diversa consideración (alta/muy alta/brutal), golpes y chirridos, resultado del arrastre del mobiliario y equipo. Mi llegada a la zona cero no produjo mayor efecto que el de un escupitajo en el mar, pero no perdí la calma y, acercándome a un grupo de señoritas que se gritaban desaforadamente, traté de informarme sobre el origen del carnaval elevando un poco la voz. Aquello fue como la chispa en un polvorín, volviéndose hacia mí a voz en cuello trataban todas a un tiempo de hacerse entender atropelladamente por encima del tumulto general. Lo peor fue que nuevos integrantes se iban sumando al coro con renovada euforia en sus manifestaciones y aquella polifonía espasmódica amenazaba ya con romperme los nervios y cortarme hasta el resuello. Traté en vano de pedir calma agitando las manos pero aquello, lejos de calmarse, iba cada vez a más. Las palabras comenzaron a agolparse en mi cerebro pero no lograba concretar ninguna frase inteligible. Fue entonces cuando empecé a gritar: ¡tomates! ¡lechugas! ¡verdura! ¡verdura fresca!

            Y se obró el milagro, todos callaron, las mesas y las sillas dejaron de moverse y muchos pares de ojos muy abiertos comenzaron a escrutarme como si fuera un alienígena. El loco era yo, podíamos empezar la clase.”


Y había más, seguí escuchando divertido…

 
“De entre todos estos sujetos que asisten a clase más o menos asiduamente (sujetos de la educación, quiero decir) hay un porcentaje que realmente no puede parar. Son éstos que el tutor/a viscoso o sus propios abuelos llaman inquietos y que hacen honor al sentido más literal de la palabra, esto es, que no se pueden estar quietos. Los hay unidireccionales-rítmicos, de los que golpean con el bolígrafo en la mesa, mueven las rodillas estilo Parkinson o, simplemente hacen el muelle (asienten constantemente sin que eso tenga nada que ver con que se estén enterando de algo); éstos son molestos pero predecibles, los realmente peligrosos son los multidireccionales-aleatorios, porque a la molestia constante unen el efecto sorpresa y nadie puede permanecer tranquilo a su alrededor.
             A estos últimos además las clases de música les motivan sobremanera. Recuerdo con especial predilección a uno de ellos que amenizó mis sesiones durante un año. Las comenzaba habitualmente cabeceando sin control hacia los cuatro puntos cardinales y, un buen día, mientras yo enumeraba los instrumentos de una audición según iban interviniendo, él se entretenía representándolos con su mímica particular. Cuando reparé en su ejercicio de traducción simultánea, le hice saber la inutilidad de su empeño en un entorno en el que todos sus compañeros oían razonablemente bien, pero que quizá podría encontrar acomodo en uno de esos programas que la televisión emite para sordos. Aquello no le supo a nada y siguió, a intervalos irregulares, soplando la trompeta o rasgando el violín, hasta que directamente le dije que dejara de hacer el momo. Entonces me miró muy serio y me espetó: "no se dice momo, se dice morse". Qué más puedo decir.”
 

 

 

 

 

lunes, 4 de noviembre de 2013

1. EL TÍO


José Santos caminaba aquel día, como casi todos en los últimos tiempos, con un deje medroso, aturdido, con la cabeza floja sobre los hombros, lanzando de cuando en vez esquivas miradas hacia atrás en respuesta a algún ruido real o imaginario, los ojos orbitando periódicamente dentro de sus cuencas. Pero caminaba eso sí con un objetivo concreto, real; alguien le había metido una extraña nota por debajo de la puerta, papel amarillo con fibras visibles, arrancado de alguna libreta intemporal, garabateado con un bolígrafo de mina estrecha, reconocía los tonos de esa tinta casi sólida que podían ir desde el azul opaco al violáceo, nada que ver con las modernas cargas… “…Te espera un viejo amigo”. Así terminaba la dichosa nota, y José no dejaba de darle vueltas, un viejo amigo…, porque él tenía a sus amigos bien medidos y contados, no se le escapaba ninguno, no era difícil, así que, aquella tarde bullía por dentro más inquieto que de costumbre, imaginando mil posibles situaciones, la mayor parte de ellas malas o catastróficas, con lo que se iba llenando de miedo como un cántaro debajo de un grifo, aunque, en este caso, siempre cabía un poco más; es ésta, pienso, una facultad del miedo más que del recipiente, pues parece capaz de acomodarse de tal forma dentro de un alma que sigue indefinidamente dejando sitio para sí mismo. El hipotético “viejo amigo” le esperaba en El trastero, un establecimiento familiar para José, separado apenas por un estrecho callejón lateral del enorme seminario de Calatrava, del que, por las tres ventanas laterales, enrejadas, sólo se alcanzaba a ver una porción de ciclópeo muro ciego casi al alcance de la mano; en la acera de enfrente, la coqueta Iglesia de Santo Tomás cantuariense, maciza y pequeña, de los tiempos de la repoblación. Si uno caía en la curiosidad de mirar a ambos lados justo antes de entrar en el bar (algo que con frecuencia ocurría a José) podía encontrar a su izquierda, tapando de frente el final de la calle, parte de la fachada del colegio Calasanz, religioso, de los padres escolapios; a la derecha, siguiendo la misma línea de la acera, el seminario de Calatrava continuaba su propuesta de piedra con la entrada al colegio mayor de los Dominicos, más allá, el lateral inmenso de San Esteban, y mucho más lejos, la línea visual topaba con las majestuosas torres de la Clerecía. Así, entre cerros y colinas de santa piedra dorada, arenisca, se encontraba ese refugio de almas huidizas, o así lo veía José, siempre proclive a extralimitarse en la percepción y deformación de las cosas reales, en la fabulación inconsciente derivada de este ejercicio. Iba llegando y el frío apenas podía mitigar el incipiente dolor de cabeza que se le ponía cada vez que su cerebro intentaba anticipar, rodando entre la multitud de posibles peligros y situaciones incómodas o ridículas, el futuro a cualquier plazo.

No fue capaz de entrar directamente, pasó de largo bosquejando un reconocimiento a través de los cristales de la fachada, tan fugaz y atribulado que no registró absolutamente nada. Lo intentó desde la acera de enfrente y tampoco, y por fin se decidió a entrar pensando si quien le esperaba, o cualquier otra persona, quizá estuviera observando desde dentro sus extrañas y ridículas maniobras. El primer golpe de calor le sostuvo en pie, era Diciembre, veinte o veintiuno, y el contraste de temperatura entre la calle y el interior de los locales no dejaba de notarse con una nitidez que agradecían hasta los huesos. Recibió medio ido el saludo tras la barra, no menos cálido, de los camareros, porque sus ojos giraban como los focos móviles de un campo de concentración tras la alarma de fuga, buscando, registrando el espacio invadido por las mesas y sillas de madera sin ver. Y sólo un brazo en alto moviéndose al fondo, como un chopo mecido por el viento, pudo por fin fijar su atención; el movimiento del brazo se dirigía sin duda a él, en una inequívoca invitación a acercarse. La fisonomía del dueño del brazo no le resultó completamente desconocida, aunque tampoco de las que se reconocen al instante; era un hombre mayor, con una cara curtida bastante arrugada, pero con un continente de hombre fuerte, manos grandes, enormes muñecas, brazos recios y casi todo el pelo, la parte superior, de un castaño pardo, aún no había sido ganada por las canas. Estaba sentado al fondo, en una mesa cerca de la pared junto a una de las ventanas que daban al callejón, en el lado opuesto a la barra, y le señalaba con la cabeza, sonriente, una silla vacía frente a él. Extrañamente, la cabeza de José Santos dejó de centrifugar oscuras hipótesis y su cuerpo obedeció con cierta naturalidad dirigiéndose sin hacer extraños hacia la posición del hombre que tan amigablemente llamaba su atención; cuando quiso darse cuenta se hallaba sentado frente a él con una jarrita de cerveza de un color dorado oscuro, tostada, como allí solían servirla y, en su nerviosismo, probó un primer sorbo frío y amargo, y luego otro que le dejó un estupendo regusto, como esperaba; el hombre le miraba divertido, aún no se habían dicho ni palabra.

-¿Quería Usted verme?
-¿Te extraña?
-No sé… La nota decía “un viejo amigo”…
-No te parezco lo bastante viejo…
-Eso sí, claro, quiero decir…
-Puedo ser tu amigo también, si lo prefieres. De verdad no me conoces?

El viejo se le quedó mirando muy quieto con los brazos extendidos hacia abajo, queriendo mostrarse, exponerse a la mirada inquisitiva de José. Éste cerró un poco los párpados intentando enfocar con la máxima nitidez a la luz amarillenta del local; ya había anochecido, y no eran sus ojos los que fallaban en la identificación, sino su mente la que se negaba en redondo a practicarla.

-¿Tío?
-Ya era hora, Faraguas ¿tan cambiado estoy?

Nadie más le hubiera llamado así, y hacía años que no escuchaba ese nombre absurdo que su tío solía dispensarle desde niño sin que pudiera saberse el origen del vocablo ni la razón por la que se lo aplicaba precisamente a él, generalmente en tono de burla.

-Bueno, te veo bien… sí, algo distinto…
-¿Distinto?
-Hablas bastante… y correctamente…
-Ah! Es eso!

 Y el viejo estalló en una solemne carcajada. José recordaba a su tío como un hombre sustancialmente silencioso, con un acento netamente rural, y ahora le encontraba desenvuelto, jovial; se alegraba de verlo, pero un pequeño estremecimiento informe le iba subiendo desde los tobillos amenazando convertirse en temblor. Comenzó una pregunta y se quedó clavado.

-Pero Tú…
-Pero yo qué? Faraguas, desembucha.
-¿Tú no habías muerto?
-¿Cuándo?
-¿Cómo que cuándo? Hace años, joder. Yo te vi allí tumbado, en el tanatorio, fui a tu entierro…
-¿Acaso estaba vivo antes, cuando pasaba el día deambulando ignorado por todos, especialmente por mi mujer, tu tía; a no ser para estorbarme el fumar?
-Visto así…
-Pues entonces! Si no estaba realmente vivo ¿cómo cojones me iba a morir?
-A ver, a ver, Tío, vamos a centrarnos, que una cosa es una cosa y otra muy distinta estar fiambre en una caja metida en un agujero. Yo te vi, allí estabas, tieso, ceniciento…
-Me viste tumbado en una caja ¿eso es todo?
-No simplifiques, no simplifiques…
-Debemos pues fiarnos de tu vista, de tus recuerdos?
-¿De qué si no?
-Pues bien, ahora me estás viendo, sentado en una silla.

José estaba desconcertado, enfrascado en la conversación, tanto que no había lugar para el temor. Echó un trago largo mientras, por encima del hombro de su tío, vislumbró el muro húmedo al otro lado del callejón, a través de las rejas, con brillos esquivos de alguna cercana farola.

-No sé qué pensar…
-No hace falta que pienses tanto sobre este asunto, o puedes seguir pensando que estoy muerto, si eso te tranquiliza.
-¿Pero estás vivo o muerto?
-Eso no es importante.
-¿No lo es?

-Vivo, muerto; no son más que etiquetas, queréis etiquetarlo todo, no habéis aprendido nada, leñe. Todo tiene que ser blanco o negro.

-Está bien, está bien, dejémoslo. Me alegro de verte.

Fue una declaración sincera, cariñosa, que reposó entre los pliegues de la piel del viejo, especialmente alrededor de los ojos y despertó en él un gesto cómplice, “para eso he venido”, pensó.

-Eso está mejor, yo también me alegro, y mucho.
-Perdóname, estoy algo confundido, como podrás comprender…
-Casi siempre estás confundido tú.
-¿Y tú cómo lo sabes, no te veo desde…?
-Te conozco bien, sé mucho más de lo que imaginas. Pero vamos a beber, a nuestra salud. Hace años que no hablamos.

Acercaron sus jarras un momento en un afectuoso baile. “No es más que un sueño, otro más”, pensó José, sin hacer ningún esfuerzo por despertar, y su tío le miró comprensivo, como si lo hubiera dicho en alto, daba la impresión de que, para él, los pensamientos de José estaban a la vista, escritos con mayúsculas sobre su frente. Supo por eso, sin mayor dificultad, cuál sería la siguiente pregunta de su sobrino.

-¿Por qué has venido a verme? ¿Por qué ahora?
-Bueno, va a ser Navidad, somos familia ¿recuerdas aquella Nochebuena?

 Esto lo dijo el viejo con un guiño subrayado por una amplia sonrisa, su ojo derecho desapareció en una gavilla de apretadas arrugas, comunicando con su gesto una alegría pícara e intemporal, al abrigo de cualquier pensamiento negativo, sin sombra. José supo al instante a qué se refería, y la risa le estalló por dentro de improviso sin que pudiera hacer nada por detenerla, el diafragma empezó a saltar y sus hombros se movieron convulsos arriba y abajo antes de soltar la primera carcajada. Lo recordaba bien, la cena en casa de sus padres, la alegría de sus hermanos, jóvenes y agitados, como él mismo; aquella noche su tío llegó el último, calado hasta los huesos, llovía a mares. Fue José quien abrió la puerta, escoltado a poca distancia por sus hermanos, y frente a ellos apareció su tío hecho una sopa, chorreando, con el mango del paraguas en la mano… El hombre, en la oscuridad, en su despiste, habría tratado de sacar un paraguas del paragüero quedándose tan solo con el mango en la mano y, presumiblemente, habría venido a buen paso con el mango en alto sin darse cuenta de que faltaba la lona protectora. Qué hombre. José le miraba riendo y negando con la cabeza en un movimiento mecánico, y comprendió que, si alguien era capaz de no reparar en su propia muerte, ese era su tío. Pidieron otro par de cervezas.

-Pero, dime, Tío ¿dónde te metes? ¿qué es lo que haces?
-Pues aquí y allá, viajo en tren.
-¿Viajas en tren?¿A dónde?
-No muy lejos, sólo es que me gustan los trenes, siempre me han gustado. Ese leve traqueteo mientras comienza a moverse.
-No tenía idea…
-Sí, antes no veía la oportunidad, ya sabes, me limitaba a hacer lo que querían otros, o trataba de hacerlo, no decidía nada, tu tía lo gobernaba todo y yo, bueno, no oponía el más mínimo esfuerzo, me dejaba llevar. Ahora hago trayectos cortos, hasta Ávila, miro el campo conocido por la ventanilla, amarillo en verano, escarchado en invierno… Las estaciones cerradas de los pueblos, veo la gente pequeña, aterida o sudando, acogida a una pequeña sombra, las casas. Todo se queda atrás y todo vuelve. Y también hablo, hablo con algunas personas, conversaciones triviales, sobre el tiempo o las pequeñas contingencias de la vida, los familiares, las enfermedades, qué sé yo… Me bajé y fui hasta el pueblo, caminando, atardecido, rondé por las calles sin encontrarme a nadie, no me hizo falta, sonaban las chinas al andar, arrastro un poco los pies, y era como si me fueran contando las cosas, las de siempre, como si yo no las conociera, pero me gustó oírlas y pensé, fíjate, que también a ti te hubiera gustado. Luego me estuve un buen rato sentado en el poyo de la puerta. De la casa, ya sabes…
-¿Viajas todo el rato?
-También me encargo del invierno.
-¿Del invierno? ¿Cómo que te encargas?
-Verás, por ejemplo, tal día como ayer, tomo las últimas hojas amarillas, marrones, del chopo, que aún resisten en las ramas, estoy ágil todavía, casi con tocarlas caen en mis manos, y las voy guardando en el bolsillo. Luego subo a la torre, por la escalera exterior, detrás de la espadaña, y espero a que sople un poco de viento por encima de los tejados, hasta que noto el frío que se cuela entre los ladrillos viejos y rodea la campana. Ese es el momento, me asomo y dejo caer las hojas poco a poco. Sigo el vuelo de cada una, es una danza lenta y elegante, entre el aire frío, rizado; mecidas por el viento hacen mil piruetas, flotan y planean, o dan vueltas dibujando un silencio eterno, como si no quisieran despertar a Dios. En su último baile acarician los campos, los aleros, pasean por el humo de alguna chimenea, curiosean las puertas y las ventanas. Es un momento único, Faraguas, el final del otoño, infinito… Y soy el encargado de ponerlo en marcha. Tu tío se ha convertido en un tipo importante.

-Estoy orgulloso.

Y lo estaba de veras, y también sobrecogido por la imagen que el viejo acababa de mostrar, veía las hojas saliendo por el bolsillo del pantalón de pana y sus piernas ascendiendo trabajosamente hasta el campanario, sus manazas esparciendo la ofrenda a las ráfagas heladas y el olor a leña, leche y estiércol. Nunca lo hubiera pensado de él. O quizá sí, quizá era eso lo que desde niño sospechaba que se escondía en él cuando lo veía pensativo acodado en la mesa camilla o sentado, en el colgadizo, trasegando con calma esa “deconstrucción” del bocadillo que almorzaba a diario, un pedazo de longaniza de buen tamaño y un torrezno de parecida longitud separados por una buena rebanada de pan y sujetados con fuerza contra ella con la mano izquierda, la longaniza arriba y, con la navaja en la derecha, iba cortando tajadas de una y otro y llevándolas a la boca con el pan que arrancaba de paso. Y acudieron a José la propia mesa y el brasero con su calorífica sensación en las pantorrillas, y el hule verde, y las faldillas con que taparse las piernas… Se le quedó mirando como cuando esperaban los huevos fritos con puntilla de la cena o barajaba para comenzar la brisca…

-No sabes tenerlas, Faraguas.
-¿Cómo?
-Pensabas en la brisca, pero nunca has sabido jugar, no sabes tenerlas.

José sonrió de buena gana.

-No, no juego bien a las cartas, ya lo sabes.
-Tampoco las cartas de la vida las juegas bien.
-Puede que tampoco, es cierto.
-¿Cuánto miedo tienes a perder?
-Todo.
-Y, en realidad ¿Qué es lo que puedes perder?

La pregunta quedó quieta entre los dos porque la respuesta estaba en ella misma. José miró hacia abajo, algo abatido y avergonzado. Sobre la cabeza, notó que la manaza del viejo le rascaba levemente el cuero cabelludo.

-Mira hijo, estás lleno de miedos, pero nada es tan importante. Nada, créeme, lo malo pasa en un suspiro, lo bueno, aún más rápido. No temas nada porque nada hay que temer. Es lo que he venido a decirte.

A José Santos le invadió, por un instante, una tranquilidad inaudita, desconocida, y miró de reojo las mesas de alrededor, la gente, por si el cambio que experimentaba dentro de sí hubiera tenido alguna manifestación al exterior, pero las personas de al lado seguían como si nada, a lo suyo, comiendo, bebiendo o charlando, mientras que más lejos, los camareros tras la barra, escanciaban oscura cerveza y atendían a la plancha. Todo parecía seguir igual, aunque ya no fuera lo mismo.

-¿Podremos seguir viéndonos, Tío?
-Eres una calamidad, Faraguas… ¿Qué pensarías de un tipo que tiene una fortuna metida en un cajón y pasa privaciones?
-Que es un idiota.
-Tú lo has dicho. Entérate, eres el dueño absoluto de todos tus momentos, puedes volver a ellos cuando te dé la gana, e incluso modificarlos.

Y recibió un cachete amistoso con más fuerza de la precisa. José quedó pensativo y, al rato, despreocupado, volvió su cabeza a la pantalla alta de la televisión por no sé qué instinto. Cuando recobró la posición su tío ya no estaba, en vano paseó la vista por todo el local. Sospechó entonces de la realidad y, más divertido que otra cosa, se dirigió hacia la barra para pagar. Al sacar la cartera sorprendió en el camarero una mirada extraña, y esbozó una disculpa.

-Ensayaba…, quizá haya parecido que estaba hablando solo…
-Ya está pagado.