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miércoles, 6 de noviembre de 2013

2. EL PROFESOR


Pensé en marcharme, pero me quedé. Me quedé porque la sombra era fresca y aún hacía calor a finales de Septiembre, porque no tenía hambre, porque era domingo, porque estaba a gusto en la silla, una cerveza me había sabido a poco y porque desde la terraza me alegraba la vista la estampa encendida a pleno sol de la coqueta iglesia de Santo Tomás Cantuariense. Y también porque soy curioso y, sin querer, arrimo mi atención a las conversaciones ajenas, como la que justo entonces comenzaba a mi espalda, en la mesa de al lado; la posición ideal, discreta, yo no podía verlos sin girarme del todo (cosa que ni se me pasó por la cabeza) y ellos, por lo mismo, no repararon en mí. Eran dos parejas, maduras probablemente, de paso, como tanta gente por esta ciudad, y una de las voces comenzó algo…

" … Iba a decir difícil, pero no, es ese un adjetivo pálido cuando uno se enfrenta a un grupo de elementos confinados contra su voluntad en un habitáculo pequeño durante horas, poco inclinados aunque obligados a permanecer más o menos quietos en sus asientos y, por supuesto, nada dispuestos a escuchar.

            Cuando alguien, sabe Dios por qué imperativos económicos, morales, religiosos, sociales o, al fin, por la propia fuerza de las cosas, se ve impelido a comunicar cualquier materia a esta tropa presa, por lo demás, de la más ardiente dispersión física y mental, los resultados son con frecuencia el sueño de cualquier guionista afín al surrealismo.

            Recuerdo sin más una entrada sublime en uno de estos reductos que acabo de describir, residencia temporal de uno de aquellos grupos que el Señor confunda, famosos no precisamente por su aplicación silenciosa al estudio. Iba yo de buen humor, lo recuerdo bien porque me duró sólo un momento, aunque ya desde fuera era patente la algarabía general a base de aullidos de diversa consideración (alta/muy alta/brutal), golpes y chirridos, resultado del arrastre del mobiliario y equipo. Mi llegada a la zona cero no produjo mayor efecto que el de un escupitajo en el mar, pero no perdí la calma y, acercándome a un grupo de señoritas que se gritaban desaforadamente, traté de informarme sobre el origen del carnaval elevando un poco la voz. Aquello fue como la chispa en un polvorín, volviéndose hacia mí a voz en cuello trataban todas a un tiempo de hacerse entender atropelladamente por encima del tumulto general. Lo peor fue que nuevos integrantes se iban sumando al coro con renovada euforia en sus manifestaciones y aquella polifonía espasmódica amenazaba ya con romperme los nervios y cortarme hasta el resuello. Traté en vano de pedir calma agitando las manos pero aquello, lejos de calmarse, iba cada vez a más. Las palabras comenzaron a agolparse en mi cerebro pero no lograba concretar ninguna frase inteligible. Fue entonces cuando empecé a gritar: ¡tomates! ¡lechugas! ¡verdura! ¡verdura fresca!

            Y se obró el milagro, todos callaron, las mesas y las sillas dejaron de moverse y muchos pares de ojos muy abiertos comenzaron a escrutarme como si fuera un alienígena. El loco era yo, podíamos empezar la clase.”


Y había más, seguí escuchando divertido…

 
“De entre todos estos sujetos que asisten a clase más o menos asiduamente (sujetos de la educación, quiero decir) hay un porcentaje que realmente no puede parar. Son éstos que el tutor/a viscoso o sus propios abuelos llaman inquietos y que hacen honor al sentido más literal de la palabra, esto es, que no se pueden estar quietos. Los hay unidireccionales-rítmicos, de los que golpean con el bolígrafo en la mesa, mueven las rodillas estilo Parkinson o, simplemente hacen el muelle (asienten constantemente sin que eso tenga nada que ver con que se estén enterando de algo); éstos son molestos pero predecibles, los realmente peligrosos son los multidireccionales-aleatorios, porque a la molestia constante unen el efecto sorpresa y nadie puede permanecer tranquilo a su alrededor.
             A estos últimos además las clases de música les motivan sobremanera. Recuerdo con especial predilección a uno de ellos que amenizó mis sesiones durante un año. Las comenzaba habitualmente cabeceando sin control hacia los cuatro puntos cardinales y, un buen día, mientras yo enumeraba los instrumentos de una audición según iban interviniendo, él se entretenía representándolos con su mímica particular. Cuando reparé en su ejercicio de traducción simultánea, le hice saber la inutilidad de su empeño en un entorno en el que todos sus compañeros oían razonablemente bien, pero que quizá podría encontrar acomodo en uno de esos programas que la televisión emite para sordos. Aquello no le supo a nada y siguió, a intervalos irregulares, soplando la trompeta o rasgando el violín, hasta que directamente le dije que dejara de hacer el momo. Entonces me miró muy serio y me espetó: "no se dice momo, se dice morse". Qué más puedo decir.”
 

 

 

 

 

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