Parecen inanimados, carentes de ánima, esto es. Sin alma, para entendernos;
luego, hay otras cosas en ellos más difíciles de entender. En los objetos,
digo. Yo mismo tuve, por así decirlo (pues los objetos –así lo convenimos-
pueden poseerse) una pluma. Era aquella una pluma de veras inolvidable, más aún
considerando que estuvo por tres veces en mi poder, aunque, en honor a la
verdad, creo que nunca llegué a poseerla y de ahí una buena parte de mis dudas
con respecto a los objetos, pues ella, la pluma, mostró desde el principio una
suerte de independencia, cómo decirlo, un atisbo de vida propia. Sí, de vida.
Fue primero un regalo de mi difunto padre (Dios lo tenga en su gloria si
quiere estar entretenido) mal recibido por un adolescente entonces egoísta,
caprichoso, acomplejado, huraño, hipocondríaco, acabado proyecto de cretino. Yo
deseaba una e imaginaba otra muy distinta a la que recibí casi de uñas sin
poder acallar mi frustración pueril. La miré de soslayo en su caja cuadrada y
marrón y me desagradaron su forma y su tacto y, más tarde, su trazo demasiado
grueso. Ella no me miró y ese fue el primer síntoma, no es que yo lo notara,
perdido como estaba en mi estupidez nebulosa y hormonal, presa de mi disgusto
desconsiderado. Pero no acusó en absoluto mi desprecio, eso es seguro, por la
dignidad con que exhibía su brillo metálico, sus dorados extremos, su
estilizado cuerpo, impecable. Por la naturalidad con que descansaba en su
almohadillado nicho de terciopelo. No estaba triste, muy lejos del calamitoso
aspecto de los juguetes olvidados, descartados; del resplandor llorón de las
joyas infravaloradas o aparcadas en la oscuridad de los pequeños cajones del
secreter. Nada de eso, ella no se dolió en ningún momento, ni trató de llamar
mi atención por cualquier medio con los serviles subterfugios de los artefactos
que se te cruzan en cualquier sitio haciéndose los encontradizos, de los
utensilios con que no dejas de toparte cada vez que buscas cualquier otra cosa,
interponiéndose en tu prisa, reclamando un pellizco de protagonismo aunque solo
sea mientras los apartas contrariado de cualquier manera, a riesgo –y ellos lo
saben- de resultar dañados en la maniobra. Ésta no, yo no la quise y ella,
sencillamente desapareció; me costó un triunfo encontrarla una tarde que
hastiado y, cómo no, por capricho, quise rescatarla por probar algo nuevo, por
si acaso me estaba perdiendo alguna cosa o por cualquier otro mezquino motivo
que ahora no recuerdo. La llené de tinta y ensayé unos trazos que enseguida me
desagradaron, por gordos, y acto seguido me molestó su talle, por delgado,
luego volví a guardarla, por tonto, con cierta rabia y un notorio disgusto; no
supe apreciar la caricia de su plumín dorado en el papel que levantaba una
suave música de viento entre lejanos chopos y el destilado olor a tinta. Ahora
pienso que allí, confinada en su caja marrón liso que imitaba cuero,
rectangular, brillante, muy marcadas todas las aristas, pasó unos años,
mientras se sucedían los días y los meses, ajena al sol y a las tormentas, a
las noches oscuras y estrelladas, hurtada del tiempo y de las estaciones. Qué
pensaría mientras yo estudiaba, mientras salía, mientras en la tele resonaban
los cuartos y las campanadas de otro nuevo año.
Me fui de casa al fin con la prisa encendida del joven inconsciente, me
llevé lo que pude en unas cajas, lo que me permitió mi desatención atolondrada,
mi inexperiencia ignorante que menospreció entonces lo vivido hasta allí y
también, por tanto, sus objetos, ingenuos delatores de todo lo que en principio
quería abandonar, soplones de ridículas sensiblerías, de gustos infantiles,
bastardos o paletos, tristes impenitentes testigos de aficiones corrientes, de
costumbres sin clase, de oscuras aficiones, de deseos baratos. Me dejé casi
todo y una tarde pasados unos años, pocos, al fondo de un cajón, bajo unos
libros, reconocí pulido el estuche marrón de la pluma. Sin querer la había
llevado conmigo y ella, discreta como siempre, no hizo ningún ruido que pudiera
denotar su presencia. Yo estaba algo más calmado, mi padre había muerto y abrí
el estuche con precaución; algo de la mañana luminosa de otoño volvió a lucir
entonces, como cuando fuimos a comprarla en una minúscula papelería de las
afueras al otro lado de la ciudad, allí él la había encargado a un su amigo.
Caminaba mi padre conmigo, ilusionado, mucho más que yo, casi rozándome, bien
sabía él que no era la pluma como yo la quería, eso era complicado, y muy caro,
pero se había ocupado de buscar un ejemplar magnífico dentro de sus
posibilidades, quizá algo más allá, y confiaba en que terminara gustándome como
la que más. Así me glosaba sus características mientras un tímido sol de sábado
nos envolvía a los dos en celofán amarillo. Me pasó la mano por la nuca… Lloré,
la pluma era otra, la misma, pero otra la que encontré al fondo del cajón
inesperado, lloré a mi padre todo el rato que duró la limpieza, cuidadosa, y
después el llenado de tinta, y aún más cuando el plumín dorado desplegó sobre
el papel su música de viento entre los chopos lejanos y pudo su aguada tinta
mezclada con mis lágrimas recordarme el aroma de otro tiempo del que no hacía
tanto renegaba.
Y comenzó otra época, por esa necesidad tan humana e inconsciente de
señalar por tramos el tiempo, míseras chuletas para el recuerdo. El recuerdo,
el elixir dorado que resulta de destilar el tiempo, de estrujar nuestra vida,
nuestros momentos en la prensa inexorable de nuestra memoria, para al fin
extraer unas gotas, unas pocas, algunas muy amargas. Otra época en que llegué a
idolatrar esa pluma, aunque no crean, ella no perdió la cabeza por ello, ni
mostró un entusiasmo servil cuando volví a descubrirla en el cajón y la
acaricié entre lágrimas, ni se mostró más tarde entregada, o jactanciosa, por
gozar de mis favores a diario. Se dejaba acariciar, y oler, yo entonces la olía
mucho, merced a un accidente que sufrí durante un ciclo de conferencias. Bueno,
la cosa vino a ser que me interesó acudir a una serie de cinco conferencias
sobre la Bauhaus en una de estas fundaciones de pitiminí que cuentan con salones
de actos enmoquetados, envarados conserjes y, a veces, conferenciantes a los
que difícilmente podríamos introducir un piñón por el orto (caso de ser esto
necesario para algo, que por fortuna no lo suele ser). Venía mi interés, como
casi todos los míos por una visión romántica que había urdido yo sobre el
dichoso movimiento a base, fundamentalmente, de lo sugerente del nombre, de algunas
frases entrecortadas pilladas sin ningún contexto en conversaciones ajenas, el
título de un par de libros y las ensoñaciones que de todo ello se formaron sin
ningún control en mi cabeza. Yo funciono así. En fin, el caso fue que, a los
diez minutos de comenzada la segunda (conferencia), cubierta la casi totalidad
del aforo, chirrió un poco la puerta de entrada al feliz recinto y asomó por
ella una criatura etérea, apresurada en sus pómulos ligeramente coloreados y en
sus cabellos que escapaban a la coleta, con la mirada azul ansiosa, algo
inocente, por encontrar lo más discretamente posible un hueco, y ahí anduve yo
por una vez rápido, afortunado y casi desinhibido (quién me lo iba a decir a
mí) porque justamente a mi vera, medio tapada por mi abrigo, se encontraba una
butaca vacante (porque son auténticos butacones mullidos, los que pueblan
semejantes salones de actos) y tuve la
osadía con un gesto de cabeza y brazo de ofrecerla a tan deliciosa criatura en
el momento crítico en que, desatendiendo al conferenciante, la concurrencia comenzaba a curiosear desde
las primeras filas la maniobra de la chica. Aquello fue un auténtico golpe de
suerte, porque ella era preciosa, espigada, casi rubia, su cara blanca y rosa y
una piel de melocotón sin estrenar rodeando las formas justas desde los pómulos
a los tobillos. Era al mismo tiempo atrevida e inocente, cariñosa y distante,
intelectualmente provocadora sin llevarlo al límite, formal y descocada.
Descorchamos algunos juegos inocentes durante las conferencias y, a la salida,
yo la acompañaba un largo trecho andando sin dejar un momento de mirarla,
vamos, creo que me la comía discretamente con la vista. Una tarde vino sin
bolígrafo (era algo despistada) y le dejé mi pluma. Desde entonces quedó
aquella bañada de tal modo en el perfume de ella (del que yo ni tan siquiera
había sido consciente a su lado) que pasó a formar parte de su palillero y,
meses después, aún podía olerse con nitidez. Yo me bañaba en ese olor cada
noche y era como una droga potente que me transportaba sabe Dios donde. El
último jueves, pues ese día tenían lugar las conferencias, alguien vino a
recogerla, qué sé yo, su novio, o su marido; ella hizo un gesto apresurado con
el brazo y corrió precipitadamente hacia él, un tipo con gabardina y todo el
pelo, sin siquiera despedirse. Y le besó en los labios sellando la frustración
más grande que un ser humano puede concebir, con lo que yo había preparado para
ese último paseo, pensaba haberle dicho… Le hubiera dicho algo sin duda sobre
la finamors y el elixir que desprende la contención del deseo, “muero de sed
junto a la fuente”, recordando aquella canción provenzal en el tiempo de los
trovadores, o cualquier otra estupidez que la hubiera hecho sin duda correr aún
más deprisa que la llamada de su hombre. En fin, unos meses más tarde la perdí,
cuando aún conservaba indeleble el aroma de su colonia, cuando más la deseaba,
perdí la pluma. Y me llevé un disgusto, no sé ni dónde, pero un día ya no
estuvo. Por ninguna parte; pensé que se vengaba de mis antiguos desaires, mis
desatenciones y miserias para con ella en el tiempo en que no supe apreciarla y
quizás fue así; pudo también cansarse de andar cada noche pegada a mis narices,
entiendo que no es plato de gusto… Son sólo hipótesis, porque ella no dejó
ninguna nota. Siguió un periodo en mi vida que no tuvo nada de particular, no
sabría qué decir sobre él, ni si el soberano aburrimiento en el que se bañaba
tuvo o no algo que ver con la pérdida. Dos o tres años más tarde –y esto
parecerá mentira- volví a encontrarme con la señorita de la Bauhaus (ni que
decir tiene que, desde aquel episodio, cualquier referencia a la dichosa
corriente, por muy tangencial que fuera, cualquier edificio cúbico, cualquier
diseño simple me olía a Ella) sentada en el trastero, merendando. Pensé en marcharme
pero, de verdad, estaba tan aburrido que fui a sentarme frente a ella sin más,
en su mismísima mesa, y es que en ocasiones el aburrimiento te confiere esa
audacia sobrenatural: ella estaba sola. Se me quedó mirando, me conoció, claro,
y yo pensé, “verás, ahora va a saludarme de la manera más superficial, como si
se alegrara de verme”, por ponerme en lo más doloroso que, en mi situación,
hubiera consistido exactamente en eso, en expresarme formalmente la más
absoluta indiferencia. Esa misma mañana yo había encontrado entre los restos de
una antigua papelería que liquidaba todas sus existencias por cierre, una pluma
exactamente igual a la que me regaló mi padre. Ella, sin dejar de mirarme,
preguntó simplemente “dime ¿cuántas veces estuviste a punto de besarme?”, y yo
tardé algunos segundos, “creo que fueron tres” .
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