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sábado, 16 de noviembre de 2013

4. BILINGÜE


Hacía tiempo que se le venía colando esa ciudad. Una ciudad pequeña, rodeada de una muralla baja y ondulante, por encima tejados de cuento, inclinadísimos, a dos vertientes, con chimeneas rectas hacia el cielo. Algunas torres, una iglesia grande, luterana, detrás las montañas, delante el río, lamiendo el pie de la muralla, salvado por un puente medieval pequeño, de un solo ojo, con las piedras húmedas de musgo. Primero fue en los sueños, ya ni se acordaba cuándo, quizá en las noches más oscuras, sin luna, en que los pensamientos previos al sueño tienden a ser lúgubres, a sustanciarse en preocupaciones; más tarde también en forma de ensoñaciones, por fin casi espejismos. Podría decirse en resumen que, desde siempre, la pequeña ciudad había venido en su auxilio, salvando las malas noches y los momentos agrios por el día ¿cómo era posible? Pues, en lo peor de la refriega, cuando su mente rota por la aprensión no atinaba ya a pergeñar un pensamiento limpio, correcto, entraba en una especie de letargo o sencillamente le ganaba el sueño, y allí, por el viejo y estrecho puente que desembocaba en la puerta de entrada en arco, penetraba en la pequeña ciudad a pie, sobre el empedrado rústico brillante por la humedad y por el uso. Por sus calles estrechas, a la sombra de los grandes aleros y las picudas fachadas, saludaba a la gente sencilla que iba y venía o se afanaba en los quehaceres diarios. En la plaza rectangular que daba a la iglesia, en ocasiones brillaba el sol o se desarrollaba un pequeño mercado de toldos a listas y tenderetes de cajas. Al principio eso era todo, y era suficiente. Suficiente para recobrar la calma, para mirar en adelante la realidad de otro modo, desde otro punto de vista, hasta el siguiente escollo.

Eso ocurrió la primera noche que hubo de dormir solo, y también cuando suspendió dos asignaturas y no se atrevía a decirlo en casa. Únicamente la ciudad le permitió descansar en esos momentos, sosegarse. El sueño era tan real que no le cabía duda, había estado allí, existía tan de veras como el mismísimo colegio, como el barrio que atravesaba cada día, de casas tan diferentes a las de la pequeña ciudad, de casas apiñadas en grandes bloques cúbicos con balcones generalmente inútiles. También el día que le dejó su primera novia deambuló largo rato entre las casas de entramado de vigas a la vista, que formaban dibujos fantásticos en espiguilla y otros reticulados con variantes curvas. Ese día acudió incluso a los oficios en la gran iglesia luterana toda por dentro forrada de madera, con techos altísimos, sujetos por un artístico entramado de vigas. Debió hasta sonar el potente órgano en lo alto de un pilar para que su dolor de entonces pudiera mitigarse. Más tarde, como era de esperar, se hizo adulto y arreciaron si cabe los malos trances, algunas personas queridas abandonaron el mundo antes que él y, las cosas que de pequeño, de joven, creía que tenían remedio, ya no lo tuvieron en absoluto, ni esperanza había de que lo tuvieran, así que, del sueño, la pequeña ciudad fue saltando a la vigilia, invadiendo los espacios en que la mente se iba, se evadía por unos instantes del conflicto diario que llamamos realidad.

En sus ensimismamientos, ya admitidos y tolerados por la gente que le rodeaba, familia, amigos y conocidos, compañeros de trabajo, conoció en la pequeña ciudad a casi toda su población, entablando relaciones cada vez más amistosas, más profundas, llegando incluso a ser invitado a comer en esos comedores que allí se instalaban en la primera planta de la casa, presididos por una gran chimenea y asistidos por sólidas mesas de roble y bancos robustos con respaldos tallados. Las viandas llegaban a la mesa hirviendo en panzudos calderos o grandes bandejas de barro, y los panes eran como montañas. Llegó a adquirir su propia casa, aunque modesta, pues encontraba trabajo remunerado ayudando a distintos artesanos. Era una casa estrecha, a dos manzanas de la iglesia, en una pequeña plazuela soleada…

La mala tarde que fue degradado y ridiculizado en el trabajo por un asunto que estaba muy lejos de su responsabilidad, se quedó solo frente al cristal de la ventana tras la mesa del despacho que le habían conminado a abandonar y que había ocupado durante los últimos cinco años. Fuera, en la calle, rugía el tráfico como si nada hubiera pasado y las personas caminaban a buen ritmo bajo esa misma ventana, aferradas al móvil o haciendo gestos a algún taxista. Un perro defecó en medio de la acera justo antes de que la vista comenzara a nublársele y una rigidez sobrevenida atenazara su cuello, como anclando su físico al suelo para mejor permitir que escapara su ánima. Esa misma tarde conoció, en la pequeña ciudad, a la mujer que sería su compañera, aunque la verdad es que, extrañamente, ya lo era cuando la conoció. Trajinaba con unos tarros de mermelada, cerrando unos y probando otros con una serenidad olímpica entre el aroma a madera, manzanas y ciruelas asistido por retazos de frambuesa, arándanos y avellanas; sus ojos, sus párpados no temblaban un milímetro y, cuando él entró en la habitación con su flamante chaleco de terciopelo verde con botones dorados bajo la casaca, sin siquiera mirarle, pero acariciándole con la voz, le fue explicando uno por uno los matices que apreciaba en cada cata de esas exóticas mermeladas antes de darle a probar con la máxima delicadeza. Por la ventana abierta comenzó una lluvia fresca y aromática y, la mujer, su compañera, se soltó el pañuelo de la cabeza y dejó que sus cabellos rizados cayeran hasta por debajo del hombro. Pasaron horas hasta que pudo recobrarse, porque nadie entró más en toda la tarde a aquel despacho, y, completamente entumecido, aunque feliz, salió de allí flotando, como si en realidad le hubieran ascendido.

Muchas veces pensó en escribir todo aquello que le pasaba, o al menos en contárselo a otro, a alguna persona, pero no encontró ninguna digna de tal información, es decir, ninguna que, según él, pudiera en realidad comprender lo que aquello significaba en su existencia y, en cuanto a escribirlo, lo intentó en alguna ocasión, pero él no era escritor y lo que salía de sus dedos no se acercaba a un pálido reflejo de lo que quería contar, cómo comunicar la bienvenida susurrada por el agua esmeralda bajo el puente, el color de la luz en los aleros y su sombra de perla sobre el empedrado, la melodía tarareada en el idioma de aquellas gentes, el propio aire que embriagaba y te hacía temblar… No, no era posible.

Por todo ello, después del accidente, cuando a duras penas lograron reanimarlo, posiblemente contra su voluntad, nadie pudo explicar (y muchos ni siquiera dar crédito) cómo era posible que este hombre, en una especie de éxtasis, se expresara en un idioma absolutamente desconocido para todos los que le rodeaban, un idioma que, tras laboriosos estudios y concienzudas escuchas de las grabaciones, algunos expertos lingüistas creyeron reconocer como una mezcla de checo y alemán bajomedieval.

 

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