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lunes, 11 de noviembre de 2013

3. OTUMBA,2


No es que tuviera la costumbre de escribir en los bares, no lo había hecho nunca. Ni siquiera tenía la costumbre de escribir, pero un no sé qué le urgía aquella misma tarde a contar la historia que llevaba guardada desde hacía años. Si hubiera, aquella misma tarde, podido encontrar algún interlocutor, alguien siquiera dispuesto a escucharle un rato, no habría de fijo escrito nada. Pero así son las cosas, no es tan sencillo como pudiera parecer encontrar una persona para charlar un momento, precisamente cuando te urge la conversación, precisamente cuando no puedes quitarte de la cabeza un episodio tan pasado y absurdo que requiere, de repente y cuanto antes, una segunda opinión. Y así se decidió al menos a echarlo fuera a punta de bolígrafo, en la esperanza de que, una vez escrito, consiguiera él mismo, al leerlo, juzgar los hechos con otra perspectiva. Así se enrocó en una mesa al fondo, en una esquina, al abrigo de la curiosidad ajena, bajo la pared repleta de matrículas de automóvil, y pudo, por fin contarlo…

 

“Santiago Mirlitón Bicho. Era el nombre impreso en la placa de latón dorado atornillada a la puerta del 3ºE. La historia merece ser contada. Y debajo, en la misma placa: Músico de la Banda Municipal. Contra todo pronóstico, Santiago fue apodado “el mirlo” por sus vecinos. Era gordo y sudoroso, edad media, con una mujer adepta, poco aseada, y un bigotito fino, recortado entre frondosas sombras azules. Tocaba la trompa todas las tardes, de siete a ocho, en ocasiones para sus hijos, niño y niña, mellizos de diez años, algo ruidosos en sus peleas. Su vecino de al lado [3ºD] era un viejo escuálido tosedor con gárgaras que, con el buen tiempo, se remangaba los pantalones hasta justo debajo de la rodilla. Dejaba ver unas pantorrillas tambaleantes llenas de ronchas.

            Arriba [4ºA] Adela, viuda alegre con perro ineducado, impúdico oledor de sexos, mordedor de muebles, mascador de astillas. Calzaba (Adela), con permiso de la estación, unos pantalones pistacho muy cortos con vuelta, que dejaban ver de largo el abultado comienzo de sus cartucheras celulíticas cuarteadas de estrías. El resto de la pierna tenía un pasar. En el extremo opuesto [4ºF] Malaquías y Señora, dos almas cándidas con hijos ya mayores entonces, fuera de casa. Él, cobrador del Santo Entierro a punto de jubilarse; ella, sus labores, a mucha honra.

            Más arriba [7ºC] Juande y Marina, pareja joven a la moda barata. Ella, peluquera a sueldo, rubia tintada, esbelta. Él, parado de larga duración con negocios esporádicos quién sabe si inconfesables. Alto, con pinta de chulo sabiondo y hablar enfático, rebuscadamente fino sin motivos ni vocabulario al que acudir. Retorciendo palabras conocidas a base de sufijos imposibles o repescando términos de insospechado contenido (para él).

Mucho más abajo, mucho más maduro [2ºB] otro matrimonio. Con nada que ver entre los dos. Ella, Hortensia, mujer organizadora, gobernanta; por las malas, de armas tomar. Él, nada que decir. Ella, presidenta de la comunidad. Ambos rentistas. Hortensia y Ángel, matrimonio trashumante, como muchos, que, a comienzos del verano, trasladaban su existencia al pueblo. Allí, por unos meses, volvían a ser los mismos de antes; de antes de emigrar a la ciudad. Allí recuperaban, o reanudaban, por mejor decir, incluso los hábitos más sucios e insalubres, parcialmente interrumpidos por su vida urbana, con entera naturalidad. Estaban, como quien dice, como otros, haciendo las maletas, preparando los fardos, los baúles, todos esos malditos bultos multiformes que lograran, año tras año, acumular, atar, apilar a lo largo del pasillo, durante los últimos días de cada Junio.

            El edificio, que daba inicio a la calle [Otumba, 2], era en aquella época, finales de los setenta, el único bloque de viviendas en la primera manzana de la calle (ambas aceras incluidas), de manera que sobresalía enorme, inusual, desproporcionado, muy por encima de las dos filas de casas bajas de piedra o enfoscado pardo rematadas con teja árabe. Continuaba, sin embargo –el edificio, digo- haciendo esquina por el mucho más ancho y populoso Paseo de San Polonio, ya en su mayor parte poblado de parecidos bloques. Conservaba aún, entonces, el ascensor de madera, protegido por una reja sencilla, reticulado de alambre grueso ondulado, en rombos. Estremecedor el solado común: rellanos y escalera, terrazo decorado con imperfecto dibujo en nido de abeja blanco sobre fondo negro. Muy negro. Oscuridad reinante en las escaleras, alrededor del ascensor. Sólo en cada planta se abría un simulacro de ventana al patio interior. De obra, a base de gruesos bloques de cristal unidos con argamasa. Pequeñas y endebles las puertas de entrada a cada piso, dos paneles finos y relleno de cartón (serpentín de cartón pegado de canto. De lo más cómico que pudiera observarse en “carpintería”). Encima de cada puerta, pintada la letra en negro.

            Qué decir del calor que ataca en dichas fechas. Recuerdo las noches tórridas de gente sudorosa, paseantes, pañuelo en ristre buscando inútilmente, desesperada esperanza, la ráfaga de viento fresco a la vuelta de la siguiente esquina. Aceras y paredes supurando caldorras turbias vaharadas. Y a la luz borrosa crema laca de la farola amarillenta,  las conversaciones paradas de frases quedas, perezosas, parece que cobraran inmerecida trascendencia, por enfocadas y envueltas en silencio expectante. Los vecinos remolones a la hora de subir a casa, temiendo el agobio de su cuarto al horno durante todo el día, las sábanas ardientes. Y yo encantado de que así fuera, estirando un poco más la noche emocionante sin causa, como si algo sorprendente pudiera pasar, espiando temeroso los gestos de mis acompañantes por si en cualquier momento apareciera el indicio anunciador de la retirada, “bueno, va siendo hora de irse a dormir”, el bostezo precursor del fin.

            En ocasiones el destino urde tal nudo de casualidades que resulta difícil no creer en Dios. Sí, yo estuve allí y puedo asegurarlo, me enteré de todo. No es que viviera en el edificio en realidad, aunque el resto de los vecinos así lo creyeran; yo pasaba allí el tiempo. Bueno, no resulta fácil de explicar, mi casa estaba algo alejada, en la cuesta del río, a la parte de abajo. Por esa zona aún no habían comenzado a construir pisos, todas las casas eran bajas; algunas, como la mía, miserables; húmedas y de mala construcción.

Pero no era eso lo que me disgustaba de mi casa. Era la soledad. Al compararme con cualquiera de los afortunados que podían vivir en una comunidad de vecinos, todos juntos, cruzándose a diario en escaleras, ascensor, descansillos y vestíbulo, celebrando reuniones, escuchándose hasta los ruidos más íntimos a través de los tabiques de papel; me sentía un desgraciado, un paria. En mi casa silencio. Para tener las mismas probabilidades que en un bloque de encontrarte con alguien y siquiera saludar, había que salir a la calle y recorrer al menos cuatro manzanas. Y nunca podría existir la misma confianza. Allí no se compartía nada.

            En el 6ºC vivía el hijo de puta más grande del mundo con su madre. Unos decían que había estado en la legión, otros que en prisión y algunos que en ambos sitios. Llevaba el típico tatuaje casero en el hombro izquierdo, “amor de madre”, en un corazón malamente contorneado. Se llamaba Genaro Expósito. “El Gena”. Éste había sido desde niño el azote del barrio. Haciendo uso de una crueldad extrema, se granjeó sin mayores problemas el temor del resto, y así fue creciendo, a costa de hacer sufrir a los demás. Agresiones, extorsiones, humillaciones. Era fácil presa de la ira; por nada, se ponía como un energúmeno, y la gente se echaba a temblar. Con el tiempo, a base de pesas, flexiones y mala leche, había conseguido una complexión también temible. Se le consideraba un auténtico macarra (en la acepción local de la época). Subía y bajaba de la calle a su cubil, y viceversa, jurando y maldiciendo a gritos. Si lo hacía por la escalera, aprovechaba para limpiarse las manos pringosas de cualquier porquería en las puertas de los vecinos. Las restregaba sin pudor. A veces golpeaba como un salvaje las mismas puertas porque no le gustaba la música que salía del piso en cuestión, o simplemente por placer. Sus saludos eran insultos. En el ascensor palpaba a las mujeres sin miramientos, “estate quieta zorra que lo estás deseando”, y quitaba el poco dinero a los niños. Por diversión. También se lo quitaba a los mayores, aunque nadie denunciaba nada, ni lo decían en alto. Tal era el miedo que el vecindario profesaba al tal Genaro, “el Gena”.

            Aquellas noches tórridas de Junio, bajo la farola, al pie del portal, era Dámaso el alma del corrillo. Dámaso, en sus últimos tiempos como portero de la finca. Después de él la comunidad prescindiría de tal figura. La portería le había dejado tiempo para leer, y poseía una incomparable memoria. En algunas sesiones nos recitaba capítulos enteros de la venganza de Don Mendo, simulando cada personaje con un leve cambio de voz precedido de un cómico pasito a derecha o izquierda. Otras, relataba episodios de los doce césares, de Suetonio. Siempre con su alegría etílica, la nariz roja terminada en porra y sus grandes paletos amarillos sin escolta. Qué noches, me hubiera quedado a dormir en la acera, bajo la farola. Fue precisamente Dámaso quien, en su día, me facilitara la entrada en la comunidad de vecinos, como uno más. A mí me atraía el edificio desde que lo conocí, deambulaba por allí, pasando por delante del portal, así comencé a cruzar saludos con él, cuando salía fuera, a la puerta. Más tarde me paraba a charlar, manteníamos modestas conversaciones y, la gente del bloque, al entrar o salir, nos saludaba a ambos; también a mí por estar con él. Se acostumbraron a verme. Yo duermo poco, cuando Dámaso se asomaba al portal, me encontraba ya allí algunas mañanas, y eso, creo yo, debió moverle a confusión; también el que yo me aventurara, por mi curiosidad, en alguna ocasión dentro del edificio, probando incluso el ascensor.

Por las noches era el último en abandonar los alrededores del portal, a veces en el bar de abajo despedía a los vecinos que se recogían a sus casas. Un buen día de lluvia, andaba yo refugiado en el semicírculo exterior al portal, relativamente amplio y cubierto, mientras intentaba hacer recuento de mis escasos fondos rebuscando alguna moneda escondida en los bolsillos, cuando la puerta se abrió a mi espalda, “¿no encuentra la llave, Don Segundo?”. Era Dámaso, por primera vez pronunciaba mi nombre -quiero decir el nombre que él me adjudicó pensando que era el mío-. Yo, por una de esas espontáneas intuiciones, no le desmentí. Al contrario, entré en el inmueble con una sonrisa y llamé al ascensor dispuesto a saciar mi curiosidad sin restricciones. Caí en la cuenta de que pensaban que vivía allí. Para mí, como si me hubieran concedido un piso. Henchido de felicidad, recorrí los descansillos saludando a diestro y siniestro, escuché extasiado los ruidos caseros tras las puertas, las discusiones. Me aprendí los nombres de las chapas. En algunas no se oía nada, como en el 5ºC. Me pegué más. Nada. En la chapa, Segundo García. Tuve oportunidad de ratificarlo en días sucesivos. Allí no vivía nadie. Lo comprendí todo. En adelante, aprovechando el trasiego de vecinos, sujetaba amablemente la pesada puerta de entrada y, saludando, siempre saludando, penetraba en el edificio y subía hasta el quinto. Frente a la letra C, sacaba una llave si pasaba alguien o, agarrado del pomo exterior, simulaba terminar de cerrar la puerta. Fue más que suficiente, aunque llegué a rizar el rizo tirando unos calzoncillos al patio interior por una rendija en la ventana de mi descansillo y pedí educadamente, con falso rubor, a la inquilina del 1ºC (con salida al suelo del patio, los bajos eran locales comerciales) que me permitiera pasar a recuperar tan íntima prenda que se me había volado de la cuerda.

            Pasé, por qué no, a asistir a las reuniones de la comunidad. Me molestaba un poco el nombre. Segundo. Pensé si los padres del sujeto se lo habrían puesto por modestia o si, quizá, en el colmo de la pereza mental, por no buscar nombres para sus vástagos, se habrían limitado a numerarlos. Era, en todo caso, un pequeño peaje, lo demás un sueño. Atento, siempre atento, fui penetrando los secretos del vecindario. Adela y el Mirlo sostenían una azarosa relación, un idilio recóndito de escalera. Cada tarde a las ocho y cuarto, excepto los sábados, se encontraban casualmente en el descansillo del tercero; la viuda bajaba a pasear al perro, y el músico, recién abrillantada la trompa tras el ensayo, salía a tirar la basura en el instante en que, pegado a la puerta, percibía cercanos los jadeos y ladridos del sabueso. Tras un saludo formal y miradas tórridas de soslayo trufadas de potentes latidos libidinosos, se aprestaban muy juntos a bajar los dulces y oscuros tramos de peldaños hasta la calle. El Mirlo había pasado adelante, musitaba envalentonado entrecortadas obscenidades al receptivo oído de la mujer, mientras, con la mano libre, palpaba nervioso sus nalgas bajo el accesible pantalón corto, llegando por delante hasta el vello púbico. Luego subían en el ascensor.

            Existía una gran amistad, campechana, entre los matrimonios del 4ºF y el 2ºB, macerada en incontables veladas a la mesa camilla, rodillas al brasero y naipes en mano. Al tute, al julepe o la brisca, más raramente al cinquillo, enterraban por unas horas su amistad en aras de la competición, tratándose de lerdos, “tú no sabes tenerlas”, avaros, tramposos o potreros. Las voces no eran extrañas, comentando cómo podría haber sido cada jugada de no haber sucedido como en realidad fue. Pero había confianza, eran todos gente de pueblo y de una edad. Hortensia y Ángel, Malaquías y Encarna.

Pero vamos al grano. La noche del 22 del mes de Junio que ahora recuerdo, había convocada reunión de propietarios de la comunidad para las 23h. Después de cenar. En el vestíbulo. Solían hacerlo así en verano, dando por descontado que la gente se acostaba muy tarde y, a esas horas, todos estaban libres. Cinco minutos antes de la hora, las escaleras y el ascensor se veían poblados de vecinos en bullicioso camino hacia el vestíbulo; circunstancia esta probablemente prevista por los amantes del oscuro escalón, Adela y Santiago, cuando no tratada expresamente de antemano. El resto bajaban despreocupados; Malaquías, por ejemplo, al salir de casa, sólo había entornado la puerta. El caso es que, una vez abajo, se echó en falta a Adela y, como era de esperar, el Mirlo raudo, se ofreció voluntario para subir a avisarla. Al llegar al descansillo del cuarto vio, con algún disgusto, que Adela y el perrito ya esperaban el ascensor. Era consciente de que precisamente el ascensor, de noche, acristalado e iluminado, no podía ser escenario de sus tocamientos y, por otra parte, estando como estaba, libre, resultaría del todo sospechoso que ambos bajaran por la escalera, máxime cuando todos esperaban. Espoleado por el deseo, salió como una centella del cubículo y arrastró a la viuda hacia el extremo en curva del descansillo, la parte más oscura, frente al 4ºF, y casi sin mediar palabra, la besó mientras con la mano hurgaba rápido entre sus bragas, luego la otra directa al pezón bajo el sujetador. Adela, encendida, gemía levemente. El perro, hociqueando, entreabrió la puerta entornada del piso F y, erguido, se puso a mordisquear el canto y un poco el marco. Fueron dos minutos tórridos, luego entraron en razón, se compusieron un poco y bajaron al vestíbulo.

Encarna quedó en el salón, la televisión muy alta, algo aburrida y defraudada tras la marcha de Malaquías. No recordaba lo de la reunión y hacía calor. Algo despertaba en la señora Encarna cuando hacía calor de esa manera y, en esos casos, al menos en algunos, todavía se las arreglaba para pinchar a su esposo y rememorar juveniles ayuntamientos. Esa misma noche, al recoger los platos de la cena, había apretado sus pechos contra Malaquías y posádole, con malicia, la mano en la entrepierna, “tengo que coserte la cremallera de esa bragueta”. Pero él se había levantado deprisa, había reunión. A los diez minutos se hartó de mirar sin ver la tele y se acostó. Sobre las sábanas calientes, se subió algo el camisón, aún con la luz encendida, y pasó los índices, de forma mecánica, bajo el borde inferior de las bragas. Echó mano de la pera interruptor para apagar y…ya no pudo desprenderse de ella. Se frotó compulsivamente con el alargado interruptor con botón en la punta. La luz se encendía y se apagaba. Se durmió entre gemidos.

            Ángel se había quedado dormido en el sillón nada más cenar, como de costumbre. Él, por supuesto, tampoco sabía de reuniones. Él no se enteraba de nada, ni quería. Hortensia le había dado por inútil y ella lo mangoneaba todo a gusto. Hacia las once y media despertó de súbito e instintivamente buscó a su mujer. Al comprobar que no estaba, supuso que quizá habría subido a casa de Malaquías y Encarna, así que decidió encaminarse al 4ºF. Se encontró la puerta abierta y, como había confianza, entró pensando que estarían al fondo, en el salón, aunque no se percibía luz. A la altura de la puerta del dormitorio escuchó unos ruidos inquietantes, como ronquidos entrelazados con gemidos, y sospechó algo raro. A la luz exterior de la ventana abierta contempló

desmadejada, sobre las sábanas, la solitaria figura de Encarna y, en su mente rural, pensó si no la habrían drogado, con esa manera que tenía de gruñir, y allí no había nadie más. Se acercó silencioso a la cama, agarró a la mujer por un brazo y la sacudió con fuerza; él era hombre de pocas palabras y escasos recursos. Encarna se despertó sobresaltada, en la semioscuridad esbozó la figura de un hombre alto, desconocido y se llevó un susto de muerte. Soltó un grito ahogado, gutural, y se lo hizo todo encima. Ángel salió como había entrado y, sin decir palabra, volvió a su sillón del 2ºB.

            Malaquías encontró a su mujer sobre la cama en estado de shock, ensuciada de arriba abajo, salió a la escalera y se puso a gritar como un loco pidiendo ayuda. A su llamada acudieron numerosos los vecinos que regresaban a sus casas tras la reunión. “El Gena”, que no asistía nunca, bajaba en el ascensor a sus turbios asuntos nocturnos cuando divisó la aglomeración en el descansillo del cuarto y se limitó a gritar, “¡qué hacéis ahí, chusma, cucarachas! ¡cada uno a su puta casa me cago en Dios!”. Juande se abrió paso con suficiencia hasta el dormitorio, miró profesional las pupilas de Encarna y dijo que se encargaba de llamar a una ambulancia. De vuelta, reparó en la pulsera y los pendientes de oro al borde de la cómoda y, entre el tumulto, con un leve movimiento de mano, cayeron a su bolsillo sin que el gesto fuera advertido por nadie.

            La policía lo tuvo claro: la puerta, con evidentes muescas astilladas, debió de ser forzada; en la misma, nítidas de grasa, las huellas de Genaro Expósito, individuo con antecedentes. Encarna apenas recordaba nada, pero el reconocimiento médico no pasó por alto ciertas erosiones recientes en la zona vaginal. Además estaba el robo de las joyas. “El Gena” fue directo al trullo. Yo lo visité alguna vez. Un vecino es un vecino.”

 

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