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miércoles, 20 de noviembre de 2013

6. LA REUNIÓN


“Mi mujer tiene un perro”. Eso es todo lo que Mario pudo articular tras de un silencio incómodo, infinito y a la vez esperado. “Mi mujer tiene un perro”. Mario Montes, en una carambola sin sentido, coincidió aquella tarde gris plomo (finales de febrero) con Alfredo Meneses y Carmelo Aguado, de los departamentos didácticos de Dibujo y Ciencias Sociales, respectivamente. En el lugar más inesperado: su propio centro de trabajo, a unas horas, eso sí, en las que ningún profesor suele acercarse por allí, terminadas las clases mucho antes. Y entre los tres, hallados cada uno “in fraganti”, prosperó la necesidad individual de explicar a los otros el motivo de tan intempestiva visita al instituto; todo esto como colofón a una también compartida cadena de sentimientos engarzados tras comprobar que no se estaba solo: fastidio, ridículo, culpabilidad, zozobra, curiosidad… Algo así, no sé si en ese orden. Mario Montes, titular de química, física y química, estaba, aquella tarde, agazapado en el laboratorio, segunda planta, al fondo del pasillo opuesto a las aulas, a la derecha, todo a oscuras excepto el propio laboratorio, iluminado a un treinta por ciento de su capacidad (sólo una de las tres filas de fluorescentes). Trasteando Mario en silencio con algunos frascos, olores salvajes de botica, limpiando los estrechos tubos de ensayo sobre la pila cuadrada que devolvía soberanamente amplificado el golpeteo del débil hilo de agua que manaba del alargado grifo pico de cigüeña. El repiqueteo de las gotas perdidas, roto el canijo chorro por la interposición del tubo y las propias manos de Mario. Muy desagradable todo, incluido el metisaca obsceno del artilugio bastardo a modo de cepillo redondo, de escobilla erizada de púas siguiendo un patrón retorcido, helicoidal, a las órdenes del torturado alambre de acero. Y Mario, que nunca soportó esa operación, la inhóspita limpieza de tubos, todo frío, agua, cristal y escuálidos espumarajos de impotente espuma; se encontró solo, realizándola por lo que parecía iniciativa propia. Y eso porque a veces, cualquier cosa mejor que la inactividad, todo mejor que el silencio. El silencio, espacio de la verdad, antesala del miedo, como esos momentos de angustia en los que uno cree morir y el mundo se para, antes del vómito. Por eso, en ocasiones, uno se mueve, y hace ruido, y trata, por todos los medios de no dejar resquicio al subconsciente, a la propia conciencia. Trata de tapar la boca al de dentro, a ese individuo que no entiende de componendas ni de disimulos, que no tiene piedad, ni sentimientos, que pregunta sin ningún pudor por la verdad que bien conoce de antemano pero que quiere oírtela decir alto y claro. Mario montes giró rápido la llave del grifo provocando un ostensible aumento del caudal y se multiplicó el ruido enriqueciendo el espectro de los armónicos. La pila cuadrada retumbó de veras, y en su pulida superficie las salpicaduras organizaron un polirritmo percusivo al tiempo que el grueso del chorro impulsaba el volumen de los agudos ofreciendo una polifonía plana y lúgubre. La tarde entre tanto, por la ventana más alejada, oscurecía el gris húmedo a hurtadillas, y unas gotas finas y heladas, como esquirlas de un demonio de hielo, perlaban una fracción de segundo el espacio intempestivo. Entonces unos pasos arrastrados, imperceptibles para Mario, obsesionado en no dejar salir a la bestia, concentrado en el salpicado sonido cerámico, en el baile de las gotas sobre el blanco brillo, en la fantástica desaparición del líquido por el agujero del desagüe como si por él se deslizara, a la misma velocidad, su propia vida. Los pasos terminaron apoyados en el marco de la puerta del laboratorio, cansados. “Buenas tardes”; y, al levantar la cara de la pila, no menos blanca, la cara de Carmelo fue como una aparición y, al mismo tiempo, como si siempre hubiera estado allí. Así de conocida le era esa fisonomía de ojos grandes y absurda sonrisa; pero no esperaba encontrarla y se azoró, a duras penas cerró el grifo sin saber qué dejar primero, la escobilla o el tubo de ensayo, ni donde apoyarlos. Y en su azoramiento agitó por simpatía a Carmelo, consciente en ese momento de que también él tendría que explicarse, que despejar las dudas ahora al descubierto por su presencia allí, a esas horas, las dudas que pondrían sobre la mesa el vacío de vida que impulsa a un individuo a regresar a su lugar de trabajo durante las, tan ansiadas para los demás, horas de ocio.

“Me olvidé de preparar la práctica, y mañana a primera hora…”, fue Mario el primero en justificar la anomalía, y acto seguido Carmelo, “Pues yo me he dejado la agenda, ya ves; en casa comencé a dudar si no habría puesto para mañana algún control a los terceros…”. Silencio. Un olor a hormigón húmedo se colaba por las rendijas de las ventanas de aluminio, siempre mal ajustadas, recordando el inaprensible aroma a segundo trimestre. Un aroma largo, desabrigado, con matices tristes de fiestas pasadas, desesperanzado. Ráfagas de viento helado azotaban el muro exterior del laboratorio justificando el silencio expectante de los dos, ansioso por encontrar un final próximo. Y en ese silencio otros pasos, “parece que no estamos solos”, salió de la cabeza de Carmelo vuelta hacia el oscuro pasillo, como si pudiera indistintamente hablar por delante y por detrás; hasta que los pasos trajeron a Alfredo, barriga por delante sobre sus piernas escurridas. Los pantalones de Alfredo siempre colgaron bajo su barriga como ropa tendida, puestos a secar, sin piernas dentro; nunca unos vaqueros lucieron una caída tan similar al tergal, qué cosas. “Pensé que estaba solo”, “me alegro de veros”, y Mario quedó petrificado por la granítica sinceridad de la frase, la frente y los pómulos de Alfredo expresaban una suerte de alivio, la interna alegría del náufrago rescatado, “me he quedado trabajando y se me han hecho las tantas, pero ya que estáis aquí…”       -Qué. Ya que estáis aquí qué?- quedó flotando la duda en los ojos de los otros, y aún pudo dar un par de vueltas por el vacío laboratorio, deformándose al pasar tras los cristales curvos de tubos y redomas, porque Alfredo calló. Y no parecía que tuviera ya ninguna intención de continuar por ese camino. Ahora los tres estaban dentro, Mario se alejó de la pila y se secó cuidadosamente las manos, como dando tiempo; Carmelo se sentó en una de las altas mesas del laboratorio, las piernas colgando y, los dos, por orden explicaron a Alfredo su presencia con exactamente las mismas palabras que habían utilizado minutos antes, como un papel aprendido para la función de fin de curso. Y fue entonces cuando él, sin introducción, sin anestesia, les dijo aquello de que no quería volver, a su casa, que no era la primera vez que se quedaba. Que en su casa no había nadie, que, de repente, no aguantaba más la soledad, aunque siempre había vivido solo. Y no estuvieron en absoluto preparados para aquello, para la sinceridad digo, y, por supuesto, no correspondieron con un ápice de ella por su parte, al contrario, Mario calló, pero Carmelo pasó por alto lo que acababan de oír para con voz nerviosa relatar algunos chascarrillos sobre el trabajo, las clases y los demás compañeros o compañeras, sobre todo de ellas… El discurso se volvió monocorde, interminable. Mario maldijo el día en que el maldito perro entró en su vida, o en la de su mujer, por mejor decir, porque el dichoso perro le estaba comiendo por dentro. Maite, su mujer, siempre quiso tener uno, él no hizo mucho caso pero, pasado el tiempo, cuando el capricho parecía olvidado, se presentó la oportunidad, un cachorro, unos amigos… Maite se volvió loca de remate y él… bueno, Mario se alegró al principio de verla tan feliz y pasó por alto las molestias. De eso hacía ya año y medio, el perro había crecido y Maite desaparecido. Desaparecido para él. No soportaba ya el olor acre del animal, las dentelladas a los muebles, el sofá lleno de pelos, las meadas que aún se le escapaban, los esporádicos vómitos, las salidas intempestivas a la puta calle para que hiciera sus necesidades… Y no era lo peor, Maite le hablaba, le acariciaba constantemente, le pedía opinión sobre cualquier cosa, y el maldito perro se le subía encima, le lamía la cara, los labios, con esa lengua viscosa. Hacía tiempo que no podía besar a su mujer y Maite no parecía haberlo notado.

Alfredo esperó, esperaba como si todo el tiempo le perteneciese y pudiera dilapidarlo a su sabor, sonriente, escéptico, paciente. Miraba a Carmelo como pensando “sí, hombre, sí, di lo que quieras, derrama tu nerviosismo, dilata el momento, va a dar igual”, y sus ojos mostraban sonrientes un abismo construido de infinitas paciencias practicadas en millares de clases perdidas, dentro de aulas uniformes, ajenas al paso de las estaciones por las ventanas, de los años, de los lustros, paciencias en espera del silencio, de la aplicación, de la buena educación, del trabajo; en espera, siempre esperando por si la próxima generación, los siguientes, por si la civilización occidental fuera obrando en las cabecitas de niños, de adolescentes, de padres… Alfredo asintió a la penúltima insulsez atribulada de Carmelo (afanado en no dejar un segundo de silencio, presintiendo lo que ineludiblemente habría de pasar), con la seguridad del que manda, “ya pararás”, sonreían sus pómulos levemente contraídos en esa mueca tan común que expresa la simpatía por compromiso. Y parecieron sus pómulos –esto sorprendió a Mario- una vez más, redondos, casi turgentes, como si hubieran por milagro recuperado esa porción de grasa que abandona la piel tras la juventud, dejándola poco a poco como pergamino y luego como papel, al fin una película casi transparente que cubre la calavera como gasa mojada en las personas muy ancianas. Carmelo respiró por fin, rendido a la superioridad en la mirada de Adolfo, en el momento en que un ruido telúrico se colaba anulando el repiqueteo de la lluvia que había decidido insistir. Una vibración grave los sobrecogió un segundo. Luego Mario, mirando hacia el suelo desde la ventana, con prevención, pudo sorprender al conserje encapuchado, atravesando el patio seguido por dos grandes contenedores de plástico gris y tapa anaranjada. Las ruedas de los cubos de basura saltaban por las aristas del encofrado a base de polígonos regulares que civilizaba el hormigón armado del suelo del patio, exigidas sin misericordia por la urgencia de Roque, el conserje. Provocador del pequeño terremoto local capaz por un momento de alterar el curso de las cosas. Sólo un momento, y Alfredo, sin prisa, “pues yo, de repente, lo dicho, ya no aguanto estar solo, y empiezo a dudar si aguantaría acompañado…”. Nada podía detener la sinceridad de acero que oponía Alfredo en aquellos instantes. Les descubrió el vacío de su apartamento pieza por pieza, el nerviosismo absurdo que se apoderaba de él tras la comida y que ya nunca le permitía una buena siesta. La mano ansiosa hurgando sin cesar en el mando a distancia, los ojos que no paraban en sus órbitas delante de un libro, sin paciencia, sin pudor, queriendo llegar al final sin siquiera sobrevolar el principio, ansiando quizá atrapar con urgencia cualquier deleite que pudiera atesorar el volumen y sorberlo sin pérdida de tiempo para ir a buscar otro, y no, no era eso, no era así; así acabó también por olvidar el placer de la lectura y, una tarde, quiso hablar con alguien, lo quiso con la misma urgencia con que últimamente se le imponían todas las cosas, como el que se orina irremisiblemente, y buscó nervioso en una vieja agenda, como si no supiera de memoria los nombres que allí figuraban; buscó como si por casualidad hubiera allí olvidado el teléfono de alguna vieja novia, implorando una laguna en su memoria, esperando con desesperación descubrir el nombre de una relación olvidada, como si pudiera existir ese olvido, una mujer que alguna vez lo quiso y que aún, por no sé qué, le estuviera esperando. Y se hacía de cruces al contarlo entre el llanto y la risa nerviosa, porque de verdad lo creyó posible, quería tanto creerlo que repasó la libreta varias veces, hoja por hoja, aún sabiendo de sobra que sus relaciones con el sexo opuesto habían sido dos, la primera a los catorce años y ella no llegó a saber más que de su amistad (por supuesto entonces nadie se daba el teléfono) y la siguiente a los veinticinco, Andrea, el amor de su vida, duró tres meses. La policía vino a verle para que dejara de llamarla un año después (un año, quién lo iba a pensar, no era en absoluto consciente de haberla llamado tanto, ni le parecía posible que hubiera de repente pasado un año. Sólo quería saber por qué, si no había notado nada, por qué no quiso verle más, en qué había fallado, por qué de repente, por qué…). En la sobada agenda, pastas plastificadas azul marino, hojas sucias a una raya, amarillentas, las puntas dobladas o enrolladas, sólo nombres pretéritos de parientes lejanos, la mayoría con la alambicada letra de su difunta madre (Dios la tenga en su gloria), algún fontanero ya desaparecido, Talleres Marcelino –no recordaba que un día tuvo coche- y el teléfono también de la asistenta. Nada. Un par o tres de tarjetas de otras tantas editoriales. La soledad es como un globo que va perdiendo el aire cuando uno está dentro. No solo está uno aislado sino que el espacio, que debiera expandirse con la ausencia de otros seres, se contrae hasta envolverte como una membrana elástica irrompible. La sensación es asfixiante, no encuentras el resquicio, la salida, el hueco para respirar, la conversación con otro ser humano, la comprensión, la amistad. Nadie conoce las miserias que te afligen, las virtudes que te adornan, los vicios que te avergüenzan; las pequeñas cosas que te hacen disfrutar nadie las conoce, nadie quiere conocerlas. Todo queda en casa, nadie más disfruta la comida que te salió exquisita, nadie te pone la mano en la frente por si tienes fiebre, ni te disputa el canal de televisión, ni canta los goles de tu equipo o te afea la afición al fútbol, ni te saca de tus obsesiones, nadie se queja si la casa está fría o te pregunta si llueve o te sientes enfermo esa misma mañana. Nadie. Solo el globo va perdiendo el aire que ya te falta para respirar, la membrana de goma se te pega al cuerpo y braceas intentando liberarte, husmeas por las agendas, estrujas tu cerebro; en busca de alguna breve, insustancial, pequeña conversación abandonas la casa, pero la soledad no te abandona a ti.

Carmelo trató de intervenir pero esta vez no pudo, todo quedó en un gesto ahogado en una mueca, sólo él sabía de qué perros rabiosos intentaba escapar con su palabrería informe, pero pareció darse por vencido y miró al suelo quizá pensando que al final sería igualmente devorado como Alfredo, si no lo había sido ya. Mario se iba enfriando por dentro, reconociendo mucho de lo que oía, demasiado, atando los cabos de una conclusión funesta, como quien punto por punto identifica en sí mismo los síntomas de una enfermedad mortal. Alfredo seguía, cerca ya del final, cuando vuelves a casa sin haber encontrado, tras de un paseo incómodo y estéril, oscurecido ya, y no ves la razón para encender la luz porque estás solo y total… “Te encuentras en medio del sofá, un espacio infinito a los lados y al mirar hacia abajo, al pantalón, sorprendes las migas que han quedado entre los surcos de pana, miserables testigos de una cena muda, de un día sin vida, de una vida triste, y una pequeña lámpara de grasa que te hace por fin saltar las lágrimas y te das lástima y piensas ‘si me viera mi madre, Dios, menos mal que no puede…’”. Mario reconoció por fin en su cabeza que estaba allí para algo, para algo concreto, por eso había revuelto entre los frascos de sustancias tóxicas, peligrosas, pero ¿para quién? ¿qué ser debía abandonar el diabólico triángulo? ¿era acaso el perro, un animal inocente, irracional? ¿era culpable Maite por desear una mascota y dispensarle su cariño? Porque eso parecía algo de lo más común… Mientras en sus oídos se apagaba progresivamente el discurso de Alfredo, Mario rellenó hasta la mitad tres tubos de ensayo con una mezcla que le pareció adecuada y luego levantó la cabeza para mirar fijamente a sus compañeros. Había parado el viento y, aterida, asomaba la luna entre unos retazos de nubes como trapos sucios. “¿Ibas a decir algo, Mario?”… “mi mujer tiene un perro…”.

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