“Mi mujer tiene un perro”. Eso es todo lo que Mario pudo articular tras de
un silencio incómodo, infinito y a la vez esperado. “Mi mujer tiene un perro”.
Mario Montes, en una carambola sin sentido, coincidió aquella tarde gris plomo
(finales de febrero) con Alfredo Meneses y Carmelo Aguado, de los departamentos
didácticos de Dibujo y Ciencias Sociales, respectivamente. En el lugar más
inesperado: su propio centro de trabajo, a unas horas, eso sí, en las que
ningún profesor suele acercarse por allí, terminadas las clases mucho antes. Y
entre los tres, hallados cada uno “in fraganti”, prosperó la necesidad
individual de explicar a los otros el motivo de tan intempestiva visita al
instituto; todo esto como colofón a una también compartida cadena de
sentimientos engarzados tras comprobar que no se estaba solo: fastidio,
ridículo, culpabilidad, zozobra, curiosidad… Algo así, no sé si en ese orden.
Mario Montes, titular de química, física y química, estaba, aquella tarde,
agazapado en el laboratorio, segunda planta, al fondo del pasillo opuesto a las
aulas, a la derecha, todo a oscuras excepto el propio laboratorio, iluminado a
un treinta por ciento de su capacidad (sólo una de las tres filas de
fluorescentes). Trasteando Mario en silencio con algunos frascos, olores
salvajes de botica, limpiando los estrechos tubos de ensayo sobre la pila
cuadrada que devolvía soberanamente amplificado el golpeteo del débil hilo de
agua que manaba del alargado grifo pico de cigüeña. El repiqueteo de las gotas
perdidas, roto el canijo chorro por la interposición del tubo y las propias
manos de Mario. Muy desagradable todo, incluido el metisaca obsceno del
artilugio bastardo a modo de cepillo redondo, de escobilla erizada de púas
siguiendo un patrón retorcido, helicoidal, a las órdenes del torturado alambre
de acero. Y Mario, que nunca soportó esa operación, la inhóspita limpieza de
tubos, todo frío, agua, cristal y escuálidos espumarajos de impotente espuma;
se encontró solo, realizándola por lo que parecía iniciativa propia. Y eso
porque a veces, cualquier cosa mejor que la inactividad, todo mejor que el
silencio. El silencio, espacio de la verdad, antesala del miedo, como esos
momentos de angustia en los que uno cree morir y el mundo se para, antes del
vómito. Por eso, en ocasiones, uno se mueve, y hace ruido, y trata, por todos
los medios de no dejar resquicio al subconsciente, a la propia conciencia.
Trata de tapar la boca al de dentro, a ese individuo que no entiende de
componendas ni de disimulos, que no tiene piedad, ni sentimientos, que pregunta
sin ningún pudor por la verdad que bien conoce de antemano pero que quiere
oírtela decir alto y claro. Mario montes giró rápido la llave del grifo
provocando un ostensible aumento del caudal y se multiplicó el ruido
enriqueciendo el espectro de los armónicos. La pila cuadrada retumbó de veras,
y en su pulida superficie las salpicaduras organizaron un polirritmo percusivo
al tiempo que el grueso del chorro impulsaba el volumen de los agudos
ofreciendo una polifonía plana y lúgubre. La tarde entre tanto, por la ventana
más alejada, oscurecía el gris húmedo a hurtadillas, y unas gotas finas y
heladas, como esquirlas de un demonio de hielo, perlaban una fracción de
segundo el espacio intempestivo. Entonces unos pasos arrastrados,
imperceptibles para Mario, obsesionado en no dejar salir a la bestia,
concentrado en el salpicado sonido cerámico, en el baile de las gotas sobre el
blanco brillo, en la fantástica desaparición del líquido por el agujero del
desagüe como si por él se deslizara, a la misma velocidad, su propia vida. Los
pasos terminaron apoyados en el marco de la puerta del laboratorio, cansados.
“Buenas tardes”; y, al levantar la cara de la pila, no menos blanca, la cara de
Carmelo fue como una aparición y, al mismo tiempo, como si siempre hubiera
estado allí. Así de conocida le era esa fisonomía de ojos grandes y absurda
sonrisa; pero no esperaba encontrarla y se azoró, a duras penas cerró el grifo
sin saber qué dejar primero, la escobilla o el tubo de ensayo, ni donde
apoyarlos. Y en su azoramiento agitó por simpatía a Carmelo, consciente en ese
momento de que también él tendría que explicarse, que despejar las dudas ahora
al descubierto por su presencia allí, a esas horas, las dudas que pondrían
sobre la mesa el vacío de vida que impulsa a un individuo a regresar a su lugar
de trabajo durante las, tan ansiadas para los demás, horas de ocio.
“Me olvidé de preparar la práctica, y mañana a primera hora…”, fue Mario el
primero en justificar la anomalía, y acto seguido Carmelo, “Pues yo me he
dejado la agenda, ya ves; en casa comencé a dudar si no habría puesto para
mañana algún control a los terceros…”. Silencio. Un olor a hormigón húmedo se
colaba por las rendijas de las ventanas de aluminio, siempre mal ajustadas,
recordando el inaprensible aroma a segundo trimestre. Un aroma largo,
desabrigado, con matices tristes de fiestas pasadas, desesperanzado. Ráfagas de
viento helado azotaban el muro exterior del laboratorio justificando el
silencio expectante de los dos, ansioso por encontrar un final próximo. Y en
ese silencio otros pasos, “parece que no estamos solos”, salió de la cabeza de
Carmelo vuelta hacia el oscuro pasillo, como si pudiera indistintamente hablar
por delante y por detrás; hasta que los pasos trajeron a Alfredo, barriga por
delante sobre sus piernas escurridas. Los pantalones de Alfredo siempre
colgaron bajo su barriga como ropa tendida, puestos a secar, sin piernas
dentro; nunca unos vaqueros lucieron una caída tan similar al tergal, qué
cosas. “Pensé que estaba solo”, “me alegro de veros”, y Mario quedó petrificado
por la granítica sinceridad de la frase, la frente y los pómulos de Alfredo
expresaban una suerte de alivio, la interna alegría del náufrago rescatado, “me
he quedado trabajando y se me han hecho las tantas, pero ya que estáis
aquí…” -Qué. Ya que estáis aquí
qué?- quedó flotando la duda en los ojos de los otros, y aún pudo dar un par de
vueltas por el vacío laboratorio, deformándose al pasar tras los cristales
curvos de tubos y redomas, porque Alfredo calló. Y no parecía que tuviera ya
ninguna intención de continuar por ese camino. Ahora los tres estaban dentro,
Mario se alejó de la pila y se secó cuidadosamente las manos, como dando
tiempo; Carmelo se sentó en una de las altas mesas del laboratorio, las piernas
colgando y, los dos, por orden explicaron a Alfredo su presencia con
exactamente las mismas palabras que habían utilizado minutos antes, como un
papel aprendido para la función de fin de curso. Y fue entonces cuando él, sin
introducción, sin anestesia, les dijo aquello de que no quería volver, a su
casa, que no era la primera vez que se quedaba. Que en su casa no había nadie, que,
de repente, no aguantaba más la soledad, aunque siempre había vivido solo. Y no
estuvieron en absoluto preparados para aquello, para la sinceridad digo, y, por
supuesto, no correspondieron con un ápice de ella por su parte, al contrario,
Mario calló, pero Carmelo pasó por alto lo que acababan de oír para con voz
nerviosa relatar algunos chascarrillos sobre el trabajo, las clases y los demás
compañeros o compañeras, sobre todo de ellas… El discurso se volvió monocorde,
interminable. Mario maldijo el día en que el maldito perro entró en su vida, o
en la de su mujer, por mejor decir, porque el dichoso perro le estaba comiendo
por dentro. Maite, su mujer, siempre quiso tener uno, él no hizo mucho caso
pero, pasado el tiempo, cuando el capricho parecía olvidado, se presentó la
oportunidad, un cachorro, unos amigos… Maite se volvió loca de remate y él…
bueno, Mario se alegró al principio de verla tan feliz y pasó por alto las
molestias. De eso hacía ya año y medio, el perro había crecido y Maite
desaparecido. Desaparecido para él. No soportaba ya el olor acre del animal,
las dentelladas a los muebles, el sofá lleno de pelos, las meadas que aún se le
escapaban, los esporádicos vómitos, las salidas intempestivas a la puta calle
para que hiciera sus necesidades… Y no era lo peor, Maite le hablaba, le
acariciaba constantemente, le pedía opinión sobre cualquier cosa, y el maldito
perro se le subía encima, le lamía la cara, los labios, con esa lengua viscosa.
Hacía tiempo que no podía besar a su mujer y Maite no parecía haberlo notado.
Alfredo esperó, esperaba como si todo el tiempo le perteneciese y pudiera
dilapidarlo a su sabor, sonriente, escéptico, paciente. Miraba a Carmelo como
pensando “sí, hombre, sí, di lo que quieras, derrama tu nerviosismo, dilata el
momento, va a dar igual”, y sus ojos mostraban sonrientes un abismo construido
de infinitas paciencias practicadas en millares de clases perdidas, dentro de
aulas uniformes, ajenas al paso de las estaciones por las ventanas, de los
años, de los lustros, paciencias en espera del silencio, de la aplicación, de
la buena educación, del trabajo; en espera, siempre esperando por si la próxima
generación, los siguientes, por si la civilización occidental fuera obrando en
las cabecitas de niños, de adolescentes, de padres… Alfredo asintió a la
penúltima insulsez atribulada de Carmelo (afanado en no dejar un segundo de
silencio, presintiendo lo que ineludiblemente habría de pasar), con la
seguridad del que manda, “ya pararás”, sonreían sus pómulos levemente
contraídos en esa mueca tan común que expresa la simpatía por compromiso. Y
parecieron sus pómulos –esto sorprendió a Mario- una vez más, redondos, casi
turgentes, como si hubieran por milagro recuperado esa porción de grasa que
abandona la piel tras la juventud, dejándola poco a poco como pergamino y luego
como papel, al fin una película casi transparente que cubre la calavera como
gasa mojada en las personas muy ancianas. Carmelo respiró por fin, rendido a la
superioridad en la mirada de Adolfo, en el momento en que un ruido telúrico se
colaba anulando el repiqueteo de la lluvia que había decidido insistir. Una
vibración grave los sobrecogió un segundo. Luego Mario, mirando hacia el suelo
desde la ventana, con prevención, pudo sorprender al conserje encapuchado,
atravesando el patio seguido por dos grandes contenedores de plástico gris y
tapa anaranjada. Las ruedas de los cubos de basura saltaban por las aristas del
encofrado a base de polígonos regulares que civilizaba el hormigón armado del
suelo del patio, exigidas sin misericordia por la urgencia de Roque, el
conserje. Provocador del pequeño terremoto local capaz por un momento de
alterar el curso de las cosas. Sólo un momento, y Alfredo, sin prisa, “pues yo,
de repente, lo dicho, ya no aguanto estar solo, y empiezo a dudar si aguantaría
acompañado…”. Nada podía detener la sinceridad de acero que oponía Alfredo en
aquellos instantes. Les descubrió el vacío de su apartamento pieza por pieza,
el nerviosismo absurdo que se apoderaba de él tras la comida y que ya nunca le
permitía una buena siesta. La mano ansiosa hurgando sin cesar en el mando a
distancia, los ojos que no paraban en sus órbitas delante de un libro, sin
paciencia, sin pudor, queriendo llegar al final sin siquiera sobrevolar el
principio, ansiando quizá atrapar con urgencia cualquier deleite que pudiera
atesorar el volumen y sorberlo sin pérdida de tiempo para ir a buscar otro, y
no, no era eso, no era así; así acabó también por olvidar el placer de la
lectura y, una tarde, quiso hablar con alguien, lo quiso con la misma urgencia
con que últimamente se le imponían todas las cosas, como el que se orina
irremisiblemente, y buscó nervioso en una vieja agenda, como si no supiera de
memoria los nombres que allí figuraban; buscó como si por casualidad hubiera
allí olvidado el teléfono de alguna vieja novia, implorando una laguna en su
memoria, esperando con desesperación descubrir el nombre de una relación
olvidada, como si pudiera existir ese olvido, una mujer que alguna vez lo quiso
y que aún, por no sé qué, le estuviera esperando. Y se hacía de cruces al
contarlo entre el llanto y la risa nerviosa, porque de verdad lo creyó posible,
quería tanto creerlo que repasó la libreta varias veces, hoja por hoja, aún
sabiendo de sobra que sus relaciones con el sexo opuesto habían sido dos, la
primera a los catorce años y ella no llegó a saber más que de su amistad (por
supuesto entonces nadie se daba el teléfono) y la siguiente a los veinticinco,
Andrea, el amor de su vida, duró tres meses. La policía vino a verle para que
dejara de llamarla un año después (un año, quién lo iba a pensar, no era en
absoluto consciente de haberla llamado tanto, ni le parecía posible que hubiera
de repente pasado un año. Sólo quería saber por qué, si no había notado nada,
por qué no quiso verle más, en qué había fallado, por qué de repente, por qué…).
En la sobada agenda, pastas plastificadas azul marino, hojas sucias a una raya,
amarillentas, las puntas dobladas o enrolladas, sólo nombres pretéritos de
parientes lejanos, la mayoría con la alambicada letra de su difunta madre (Dios
la tenga en su gloria), algún fontanero ya desaparecido, Talleres Marcelino –no
recordaba que un día tuvo coche- y el teléfono también de la asistenta. Nada. Un
par o tres de tarjetas de otras tantas editoriales. La soledad es como un globo
que va perdiendo el aire cuando uno está dentro. No solo está uno aislado sino
que el espacio, que debiera expandirse con la ausencia de otros seres, se
contrae hasta envolverte como una membrana elástica irrompible. La sensación es
asfixiante, no encuentras el resquicio, la salida, el hueco para respirar, la
conversación con otro ser humano, la comprensión, la amistad. Nadie conoce las
miserias que te afligen, las virtudes que te adornan, los vicios que te
avergüenzan; las pequeñas cosas que te hacen disfrutar nadie las conoce, nadie
quiere conocerlas. Todo queda en casa, nadie más disfruta la comida que te
salió exquisita, nadie te pone la mano en la frente por si tienes fiebre, ni te
disputa el canal de televisión, ni canta los goles de tu equipo o te afea la
afición al fútbol, ni te saca de tus obsesiones, nadie se queja si la casa está
fría o te pregunta si llueve o te sientes enfermo esa misma mañana. Nadie. Solo
el globo va perdiendo el aire que ya te falta para respirar, la membrana de
goma se te pega al cuerpo y braceas intentando liberarte, husmeas por las
agendas, estrujas tu cerebro; en busca de alguna breve, insustancial, pequeña
conversación abandonas la casa, pero la soledad no te abandona a ti.
Carmelo trató de intervenir pero esta vez no pudo, todo quedó en un gesto
ahogado en una mueca, sólo él sabía de qué perros rabiosos intentaba escapar
con su palabrería informe, pero pareció darse por vencido y miró al suelo quizá
pensando que al final sería igualmente devorado como Alfredo, si no lo había
sido ya. Mario se iba enfriando por dentro, reconociendo mucho de lo que oía,
demasiado, atando los cabos de una conclusión funesta, como quien punto por
punto identifica en sí mismo los síntomas de una enfermedad mortal. Alfredo
seguía, cerca ya del final, cuando vuelves a casa sin haber encontrado, tras de
un paseo incómodo y estéril, oscurecido ya, y no ves la razón para encender la
luz porque estás solo y total… “Te encuentras en medio del sofá, un espacio
infinito a los lados y al mirar hacia abajo, al pantalón, sorprendes las migas
que han quedado entre los surcos de pana, miserables testigos de una cena muda,
de un día sin vida, de una vida triste, y una pequeña lámpara de grasa que te
hace por fin saltar las lágrimas y te das lástima y piensas ‘si me viera mi
madre, Dios, menos mal que no puede…’”. Mario reconoció por fin en su cabeza
que estaba allí para algo, para algo concreto, por eso había revuelto entre los
frascos de sustancias tóxicas, peligrosas, pero ¿para quién? ¿qué ser debía
abandonar el diabólico triángulo? ¿era acaso el perro, un animal inocente,
irracional? ¿era culpable Maite por desear una mascota y dispensarle su cariño?
Porque eso parecía algo de lo más común… Mientras en sus oídos se apagaba
progresivamente el discurso de Alfredo, Mario rellenó hasta la mitad tres tubos
de ensayo con una mezcla que le pareció adecuada y luego levantó la cabeza para
mirar fijamente a sus compañeros. Había parado el viento y, aterida, asomaba la
luna entre unos retazos de nubes como trapos sucios. “¿Ibas a decir algo,
Mario?”… “mi mujer tiene un perro…”.
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