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lunes, 4 de noviembre de 2013

1. EL TÍO


José Santos caminaba aquel día, como casi todos en los últimos tiempos, con un deje medroso, aturdido, con la cabeza floja sobre los hombros, lanzando de cuando en vez esquivas miradas hacia atrás en respuesta a algún ruido real o imaginario, los ojos orbitando periódicamente dentro de sus cuencas. Pero caminaba eso sí con un objetivo concreto, real; alguien le había metido una extraña nota por debajo de la puerta, papel amarillo con fibras visibles, arrancado de alguna libreta intemporal, garabateado con un bolígrafo de mina estrecha, reconocía los tonos de esa tinta casi sólida que podían ir desde el azul opaco al violáceo, nada que ver con las modernas cargas… “…Te espera un viejo amigo”. Así terminaba la dichosa nota, y José no dejaba de darle vueltas, un viejo amigo…, porque él tenía a sus amigos bien medidos y contados, no se le escapaba ninguno, no era difícil, así que, aquella tarde bullía por dentro más inquieto que de costumbre, imaginando mil posibles situaciones, la mayor parte de ellas malas o catastróficas, con lo que se iba llenando de miedo como un cántaro debajo de un grifo, aunque, en este caso, siempre cabía un poco más; es ésta, pienso, una facultad del miedo más que del recipiente, pues parece capaz de acomodarse de tal forma dentro de un alma que sigue indefinidamente dejando sitio para sí mismo. El hipotético “viejo amigo” le esperaba en El trastero, un establecimiento familiar para José, separado apenas por un estrecho callejón lateral del enorme seminario de Calatrava, del que, por las tres ventanas laterales, enrejadas, sólo se alcanzaba a ver una porción de ciclópeo muro ciego casi al alcance de la mano; en la acera de enfrente, la coqueta Iglesia de Santo Tomás cantuariense, maciza y pequeña, de los tiempos de la repoblación. Si uno caía en la curiosidad de mirar a ambos lados justo antes de entrar en el bar (algo que con frecuencia ocurría a José) podía encontrar a su izquierda, tapando de frente el final de la calle, parte de la fachada del colegio Calasanz, religioso, de los padres escolapios; a la derecha, siguiendo la misma línea de la acera, el seminario de Calatrava continuaba su propuesta de piedra con la entrada al colegio mayor de los Dominicos, más allá, el lateral inmenso de San Esteban, y mucho más lejos, la línea visual topaba con las majestuosas torres de la Clerecía. Así, entre cerros y colinas de santa piedra dorada, arenisca, se encontraba ese refugio de almas huidizas, o así lo veía José, siempre proclive a extralimitarse en la percepción y deformación de las cosas reales, en la fabulación inconsciente derivada de este ejercicio. Iba llegando y el frío apenas podía mitigar el incipiente dolor de cabeza que se le ponía cada vez que su cerebro intentaba anticipar, rodando entre la multitud de posibles peligros y situaciones incómodas o ridículas, el futuro a cualquier plazo.

No fue capaz de entrar directamente, pasó de largo bosquejando un reconocimiento a través de los cristales de la fachada, tan fugaz y atribulado que no registró absolutamente nada. Lo intentó desde la acera de enfrente y tampoco, y por fin se decidió a entrar pensando si quien le esperaba, o cualquier otra persona, quizá estuviera observando desde dentro sus extrañas y ridículas maniobras. El primer golpe de calor le sostuvo en pie, era Diciembre, veinte o veintiuno, y el contraste de temperatura entre la calle y el interior de los locales no dejaba de notarse con una nitidez que agradecían hasta los huesos. Recibió medio ido el saludo tras la barra, no menos cálido, de los camareros, porque sus ojos giraban como los focos móviles de un campo de concentración tras la alarma de fuga, buscando, registrando el espacio invadido por las mesas y sillas de madera sin ver. Y sólo un brazo en alto moviéndose al fondo, como un chopo mecido por el viento, pudo por fin fijar su atención; el movimiento del brazo se dirigía sin duda a él, en una inequívoca invitación a acercarse. La fisonomía del dueño del brazo no le resultó completamente desconocida, aunque tampoco de las que se reconocen al instante; era un hombre mayor, con una cara curtida bastante arrugada, pero con un continente de hombre fuerte, manos grandes, enormes muñecas, brazos recios y casi todo el pelo, la parte superior, de un castaño pardo, aún no había sido ganada por las canas. Estaba sentado al fondo, en una mesa cerca de la pared junto a una de las ventanas que daban al callejón, en el lado opuesto a la barra, y le señalaba con la cabeza, sonriente, una silla vacía frente a él. Extrañamente, la cabeza de José Santos dejó de centrifugar oscuras hipótesis y su cuerpo obedeció con cierta naturalidad dirigiéndose sin hacer extraños hacia la posición del hombre que tan amigablemente llamaba su atención; cuando quiso darse cuenta se hallaba sentado frente a él con una jarrita de cerveza de un color dorado oscuro, tostada, como allí solían servirla y, en su nerviosismo, probó un primer sorbo frío y amargo, y luego otro que le dejó un estupendo regusto, como esperaba; el hombre le miraba divertido, aún no se habían dicho ni palabra.

-¿Quería Usted verme?
-¿Te extraña?
-No sé… La nota decía “un viejo amigo”…
-No te parezco lo bastante viejo…
-Eso sí, claro, quiero decir…
-Puedo ser tu amigo también, si lo prefieres. De verdad no me conoces?

El viejo se le quedó mirando muy quieto con los brazos extendidos hacia abajo, queriendo mostrarse, exponerse a la mirada inquisitiva de José. Éste cerró un poco los párpados intentando enfocar con la máxima nitidez a la luz amarillenta del local; ya había anochecido, y no eran sus ojos los que fallaban en la identificación, sino su mente la que se negaba en redondo a practicarla.

-¿Tío?
-Ya era hora, Faraguas ¿tan cambiado estoy?

Nadie más le hubiera llamado así, y hacía años que no escuchaba ese nombre absurdo que su tío solía dispensarle desde niño sin que pudiera saberse el origen del vocablo ni la razón por la que se lo aplicaba precisamente a él, generalmente en tono de burla.

-Bueno, te veo bien… sí, algo distinto…
-¿Distinto?
-Hablas bastante… y correctamente…
-Ah! Es eso!

 Y el viejo estalló en una solemne carcajada. José recordaba a su tío como un hombre sustancialmente silencioso, con un acento netamente rural, y ahora le encontraba desenvuelto, jovial; se alegraba de verlo, pero un pequeño estremecimiento informe le iba subiendo desde los tobillos amenazando convertirse en temblor. Comenzó una pregunta y se quedó clavado.

-Pero Tú…
-Pero yo qué? Faraguas, desembucha.
-¿Tú no habías muerto?
-¿Cuándo?
-¿Cómo que cuándo? Hace años, joder. Yo te vi allí tumbado, en el tanatorio, fui a tu entierro…
-¿Acaso estaba vivo antes, cuando pasaba el día deambulando ignorado por todos, especialmente por mi mujer, tu tía; a no ser para estorbarme el fumar?
-Visto así…
-Pues entonces! Si no estaba realmente vivo ¿cómo cojones me iba a morir?
-A ver, a ver, Tío, vamos a centrarnos, que una cosa es una cosa y otra muy distinta estar fiambre en una caja metida en un agujero. Yo te vi, allí estabas, tieso, ceniciento…
-Me viste tumbado en una caja ¿eso es todo?
-No simplifiques, no simplifiques…
-Debemos pues fiarnos de tu vista, de tus recuerdos?
-¿De qué si no?
-Pues bien, ahora me estás viendo, sentado en una silla.

José estaba desconcertado, enfrascado en la conversación, tanto que no había lugar para el temor. Echó un trago largo mientras, por encima del hombro de su tío, vislumbró el muro húmedo al otro lado del callejón, a través de las rejas, con brillos esquivos de alguna cercana farola.

-No sé qué pensar…
-No hace falta que pienses tanto sobre este asunto, o puedes seguir pensando que estoy muerto, si eso te tranquiliza.
-¿Pero estás vivo o muerto?
-Eso no es importante.
-¿No lo es?

-Vivo, muerto; no son más que etiquetas, queréis etiquetarlo todo, no habéis aprendido nada, leñe. Todo tiene que ser blanco o negro.

-Está bien, está bien, dejémoslo. Me alegro de verte.

Fue una declaración sincera, cariñosa, que reposó entre los pliegues de la piel del viejo, especialmente alrededor de los ojos y despertó en él un gesto cómplice, “para eso he venido”, pensó.

-Eso está mejor, yo también me alegro, y mucho.
-Perdóname, estoy algo confundido, como podrás comprender…
-Casi siempre estás confundido tú.
-¿Y tú cómo lo sabes, no te veo desde…?
-Te conozco bien, sé mucho más de lo que imaginas. Pero vamos a beber, a nuestra salud. Hace años que no hablamos.

Acercaron sus jarras un momento en un afectuoso baile. “No es más que un sueño, otro más”, pensó José, sin hacer ningún esfuerzo por despertar, y su tío le miró comprensivo, como si lo hubiera dicho en alto, daba la impresión de que, para él, los pensamientos de José estaban a la vista, escritos con mayúsculas sobre su frente. Supo por eso, sin mayor dificultad, cuál sería la siguiente pregunta de su sobrino.

-¿Por qué has venido a verme? ¿Por qué ahora?
-Bueno, va a ser Navidad, somos familia ¿recuerdas aquella Nochebuena?

 Esto lo dijo el viejo con un guiño subrayado por una amplia sonrisa, su ojo derecho desapareció en una gavilla de apretadas arrugas, comunicando con su gesto una alegría pícara e intemporal, al abrigo de cualquier pensamiento negativo, sin sombra. José supo al instante a qué se refería, y la risa le estalló por dentro de improviso sin que pudiera hacer nada por detenerla, el diafragma empezó a saltar y sus hombros se movieron convulsos arriba y abajo antes de soltar la primera carcajada. Lo recordaba bien, la cena en casa de sus padres, la alegría de sus hermanos, jóvenes y agitados, como él mismo; aquella noche su tío llegó el último, calado hasta los huesos, llovía a mares. Fue José quien abrió la puerta, escoltado a poca distancia por sus hermanos, y frente a ellos apareció su tío hecho una sopa, chorreando, con el mango del paraguas en la mano… El hombre, en la oscuridad, en su despiste, habría tratado de sacar un paraguas del paragüero quedándose tan solo con el mango en la mano y, presumiblemente, habría venido a buen paso con el mango en alto sin darse cuenta de que faltaba la lona protectora. Qué hombre. José le miraba riendo y negando con la cabeza en un movimiento mecánico, y comprendió que, si alguien era capaz de no reparar en su propia muerte, ese era su tío. Pidieron otro par de cervezas.

-Pero, dime, Tío ¿dónde te metes? ¿qué es lo que haces?
-Pues aquí y allá, viajo en tren.
-¿Viajas en tren?¿A dónde?
-No muy lejos, sólo es que me gustan los trenes, siempre me han gustado. Ese leve traqueteo mientras comienza a moverse.
-No tenía idea…
-Sí, antes no veía la oportunidad, ya sabes, me limitaba a hacer lo que querían otros, o trataba de hacerlo, no decidía nada, tu tía lo gobernaba todo y yo, bueno, no oponía el más mínimo esfuerzo, me dejaba llevar. Ahora hago trayectos cortos, hasta Ávila, miro el campo conocido por la ventanilla, amarillo en verano, escarchado en invierno… Las estaciones cerradas de los pueblos, veo la gente pequeña, aterida o sudando, acogida a una pequeña sombra, las casas. Todo se queda atrás y todo vuelve. Y también hablo, hablo con algunas personas, conversaciones triviales, sobre el tiempo o las pequeñas contingencias de la vida, los familiares, las enfermedades, qué sé yo… Me bajé y fui hasta el pueblo, caminando, atardecido, rondé por las calles sin encontrarme a nadie, no me hizo falta, sonaban las chinas al andar, arrastro un poco los pies, y era como si me fueran contando las cosas, las de siempre, como si yo no las conociera, pero me gustó oírlas y pensé, fíjate, que también a ti te hubiera gustado. Luego me estuve un buen rato sentado en el poyo de la puerta. De la casa, ya sabes…
-¿Viajas todo el rato?
-También me encargo del invierno.
-¿Del invierno? ¿Cómo que te encargas?
-Verás, por ejemplo, tal día como ayer, tomo las últimas hojas amarillas, marrones, del chopo, que aún resisten en las ramas, estoy ágil todavía, casi con tocarlas caen en mis manos, y las voy guardando en el bolsillo. Luego subo a la torre, por la escalera exterior, detrás de la espadaña, y espero a que sople un poco de viento por encima de los tejados, hasta que noto el frío que se cuela entre los ladrillos viejos y rodea la campana. Ese es el momento, me asomo y dejo caer las hojas poco a poco. Sigo el vuelo de cada una, es una danza lenta y elegante, entre el aire frío, rizado; mecidas por el viento hacen mil piruetas, flotan y planean, o dan vueltas dibujando un silencio eterno, como si no quisieran despertar a Dios. En su último baile acarician los campos, los aleros, pasean por el humo de alguna chimenea, curiosean las puertas y las ventanas. Es un momento único, Faraguas, el final del otoño, infinito… Y soy el encargado de ponerlo en marcha. Tu tío se ha convertido en un tipo importante.

-Estoy orgulloso.

Y lo estaba de veras, y también sobrecogido por la imagen que el viejo acababa de mostrar, veía las hojas saliendo por el bolsillo del pantalón de pana y sus piernas ascendiendo trabajosamente hasta el campanario, sus manazas esparciendo la ofrenda a las ráfagas heladas y el olor a leña, leche y estiércol. Nunca lo hubiera pensado de él. O quizá sí, quizá era eso lo que desde niño sospechaba que se escondía en él cuando lo veía pensativo acodado en la mesa camilla o sentado, en el colgadizo, trasegando con calma esa “deconstrucción” del bocadillo que almorzaba a diario, un pedazo de longaniza de buen tamaño y un torrezno de parecida longitud separados por una buena rebanada de pan y sujetados con fuerza contra ella con la mano izquierda, la longaniza arriba y, con la navaja en la derecha, iba cortando tajadas de una y otro y llevándolas a la boca con el pan que arrancaba de paso. Y acudieron a José la propia mesa y el brasero con su calorífica sensación en las pantorrillas, y el hule verde, y las faldillas con que taparse las piernas… Se le quedó mirando como cuando esperaban los huevos fritos con puntilla de la cena o barajaba para comenzar la brisca…

-No sabes tenerlas, Faraguas.
-¿Cómo?
-Pensabas en la brisca, pero nunca has sabido jugar, no sabes tenerlas.

José sonrió de buena gana.

-No, no juego bien a las cartas, ya lo sabes.
-Tampoco las cartas de la vida las juegas bien.
-Puede que tampoco, es cierto.
-¿Cuánto miedo tienes a perder?
-Todo.
-Y, en realidad ¿Qué es lo que puedes perder?

La pregunta quedó quieta entre los dos porque la respuesta estaba en ella misma. José miró hacia abajo, algo abatido y avergonzado. Sobre la cabeza, notó que la manaza del viejo le rascaba levemente el cuero cabelludo.

-Mira hijo, estás lleno de miedos, pero nada es tan importante. Nada, créeme, lo malo pasa en un suspiro, lo bueno, aún más rápido. No temas nada porque nada hay que temer. Es lo que he venido a decirte.

A José Santos le invadió, por un instante, una tranquilidad inaudita, desconocida, y miró de reojo las mesas de alrededor, la gente, por si el cambio que experimentaba dentro de sí hubiera tenido alguna manifestación al exterior, pero las personas de al lado seguían como si nada, a lo suyo, comiendo, bebiendo o charlando, mientras que más lejos, los camareros tras la barra, escanciaban oscura cerveza y atendían a la plancha. Todo parecía seguir igual, aunque ya no fuera lo mismo.

-¿Podremos seguir viéndonos, Tío?
-Eres una calamidad, Faraguas… ¿Qué pensarías de un tipo que tiene una fortuna metida en un cajón y pasa privaciones?
-Que es un idiota.
-Tú lo has dicho. Entérate, eres el dueño absoluto de todos tus momentos, puedes volver a ellos cuando te dé la gana, e incluso modificarlos.

Y recibió un cachete amistoso con más fuerza de la precisa. José quedó pensativo y, al rato, despreocupado, volvió su cabeza a la pantalla alta de la televisión por no sé qué instinto. Cuando recobró la posición su tío ya no estaba, en vano paseó la vista por todo el local. Sospechó entonces de la realidad y, más divertido que otra cosa, se dirigió hacia la barra para pagar. Al sacar la cartera sorprendió en el camarero una mirada extraña, y esbozó una disculpa.

-Ensayaba…, quizá haya parecido que estaba hablando solo…
-Ya está pagado.


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