Ya no
podía hablar, el hombre, tendido como estaba en los huesos sobre el camastro
aquel; todavía me acuerdo, alrededor su mujer tapándose la cara, el médico, que
ya se iba, y el cura, que acababa de entrar; dos de sus hijos en un segundo
plano, ya mayores, miraban con pena, y entonces, el moribundo levantó la mano
todo señas y huesos indicando que se acercara el mayor. El tipo, un hombretón
ya con poco pelo, bajó la cabeza cuanto pudo por si podía pescar alguna
vibración reconocible en aquel hilo de voz, y entonces, la temblorosa mano del
padre, rozando por detrás la oreja de su primogénito, obró una vez más el
milagro, sacando para él una dorada chocolatina.
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miércoles, 27 de noviembre de 2013
miércoles, 20 de noviembre de 2013
6. LA REUNIÓN
“Mi mujer tiene un perro”. Eso es todo lo que Mario pudo articular tras de
un silencio incómodo, infinito y a la vez esperado. “Mi mujer tiene un perro”.
Mario Montes, en una carambola sin sentido, coincidió aquella tarde gris plomo
(finales de febrero) con Alfredo Meneses y Carmelo Aguado, de los departamentos
didácticos de Dibujo y Ciencias Sociales, respectivamente. En el lugar más
inesperado: su propio centro de trabajo, a unas horas, eso sí, en las que
ningún profesor suele acercarse por allí, terminadas las clases mucho antes. Y
entre los tres, hallados cada uno “in fraganti”, prosperó la necesidad
individual de explicar a los otros el motivo de tan intempestiva visita al
instituto; todo esto como colofón a una también compartida cadena de
sentimientos engarzados tras comprobar que no se estaba solo: fastidio,
ridículo, culpabilidad, zozobra, curiosidad… Algo así, no sé si en ese orden.
Mario Montes, titular de química, física y química, estaba, aquella tarde,
agazapado en el laboratorio, segunda planta, al fondo del pasillo opuesto a las
aulas, a la derecha, todo a oscuras excepto el propio laboratorio, iluminado a
un treinta por ciento de su capacidad (sólo una de las tres filas de
fluorescentes). Trasteando Mario en silencio con algunos frascos, olores
salvajes de botica, limpiando los estrechos tubos de ensayo sobre la pila
cuadrada que devolvía soberanamente amplificado el golpeteo del débil hilo de
agua que manaba del alargado grifo pico de cigüeña. El repiqueteo de las gotas
perdidas, roto el canijo chorro por la interposición del tubo y las propias
manos de Mario. Muy desagradable todo, incluido el metisaca obsceno del
artilugio bastardo a modo de cepillo redondo, de escobilla erizada de púas
siguiendo un patrón retorcido, helicoidal, a las órdenes del torturado alambre
de acero. Y Mario, que nunca soportó esa operación, la inhóspita limpieza de
tubos, todo frío, agua, cristal y escuálidos espumarajos de impotente espuma;
se encontró solo, realizándola por lo que parecía iniciativa propia. Y eso
porque a veces, cualquier cosa mejor que la inactividad, todo mejor que el
silencio. El silencio, espacio de la verdad, antesala del miedo, como esos
momentos de angustia en los que uno cree morir y el mundo se para, antes del
vómito. Por eso, en ocasiones, uno se mueve, y hace ruido, y trata, por todos
los medios de no dejar resquicio al subconsciente, a la propia conciencia.
Trata de tapar la boca al de dentro, a ese individuo que no entiende de
componendas ni de disimulos, que no tiene piedad, ni sentimientos, que pregunta
sin ningún pudor por la verdad que bien conoce de antemano pero que quiere
oírtela decir alto y claro. Mario montes giró rápido la llave del grifo
provocando un ostensible aumento del caudal y se multiplicó el ruido
enriqueciendo el espectro de los armónicos. La pila cuadrada retumbó de veras,
y en su pulida superficie las salpicaduras organizaron un polirritmo percusivo
al tiempo que el grueso del chorro impulsaba el volumen de los agudos
ofreciendo una polifonía plana y lúgubre. La tarde entre tanto, por la ventana
más alejada, oscurecía el gris húmedo a hurtadillas, y unas gotas finas y
heladas, como esquirlas de un demonio de hielo, perlaban una fracción de
segundo el espacio intempestivo. Entonces unos pasos arrastrados,
imperceptibles para Mario, obsesionado en no dejar salir a la bestia,
concentrado en el salpicado sonido cerámico, en el baile de las gotas sobre el
blanco brillo, en la fantástica desaparición del líquido por el agujero del
desagüe como si por él se deslizara, a la misma velocidad, su propia vida. Los
pasos terminaron apoyados en el marco de la puerta del laboratorio, cansados.
“Buenas tardes”; y, al levantar la cara de la pila, no menos blanca, la cara de
Carmelo fue como una aparición y, al mismo tiempo, como si siempre hubiera
estado allí. Así de conocida le era esa fisonomía de ojos grandes y absurda
sonrisa; pero no esperaba encontrarla y se azoró, a duras penas cerró el grifo
sin saber qué dejar primero, la escobilla o el tubo de ensayo, ni donde
apoyarlos. Y en su azoramiento agitó por simpatía a Carmelo, consciente en ese
momento de que también él tendría que explicarse, que despejar las dudas ahora
al descubierto por su presencia allí, a esas horas, las dudas que pondrían
sobre la mesa el vacío de vida que impulsa a un individuo a regresar a su lugar
de trabajo durante las, tan ansiadas para los demás, horas de ocio.
“Me olvidé de preparar la práctica, y mañana a primera hora…”, fue Mario el
primero en justificar la anomalía, y acto seguido Carmelo, “Pues yo me he
dejado la agenda, ya ves; en casa comencé a dudar si no habría puesto para
mañana algún control a los terceros…”. Silencio. Un olor a hormigón húmedo se
colaba por las rendijas de las ventanas de aluminio, siempre mal ajustadas,
recordando el inaprensible aroma a segundo trimestre. Un aroma largo,
desabrigado, con matices tristes de fiestas pasadas, desesperanzado. Ráfagas de
viento helado azotaban el muro exterior del laboratorio justificando el
silencio expectante de los dos, ansioso por encontrar un final próximo. Y en
ese silencio otros pasos, “parece que no estamos solos”, salió de la cabeza de
Carmelo vuelta hacia el oscuro pasillo, como si pudiera indistintamente hablar
por delante y por detrás; hasta que los pasos trajeron a Alfredo, barriga por
delante sobre sus piernas escurridas. Los pantalones de Alfredo siempre
colgaron bajo su barriga como ropa tendida, puestos a secar, sin piernas
dentro; nunca unos vaqueros lucieron una caída tan similar al tergal, qué
cosas. “Pensé que estaba solo”, “me alegro de veros”, y Mario quedó petrificado
por la granítica sinceridad de la frase, la frente y los pómulos de Alfredo
expresaban una suerte de alivio, la interna alegría del náufrago rescatado, “me
he quedado trabajando y se me han hecho las tantas, pero ya que estáis
aquí…” -Qué. Ya que estáis aquí
qué?- quedó flotando la duda en los ojos de los otros, y aún pudo dar un par de
vueltas por el vacío laboratorio, deformándose al pasar tras los cristales
curvos de tubos y redomas, porque Alfredo calló. Y no parecía que tuviera ya
ninguna intención de continuar por ese camino. Ahora los tres estaban dentro,
Mario se alejó de la pila y se secó cuidadosamente las manos, como dando
tiempo; Carmelo se sentó en una de las altas mesas del laboratorio, las piernas
colgando y, los dos, por orden explicaron a Alfredo su presencia con
exactamente las mismas palabras que habían utilizado minutos antes, como un
papel aprendido para la función de fin de curso. Y fue entonces cuando él, sin
introducción, sin anestesia, les dijo aquello de que no quería volver, a su
casa, que no era la primera vez que se quedaba. Que en su casa no había nadie, que,
de repente, no aguantaba más la soledad, aunque siempre había vivido solo. Y no
estuvieron en absoluto preparados para aquello, para la sinceridad digo, y, por
supuesto, no correspondieron con un ápice de ella por su parte, al contrario,
Mario calló, pero Carmelo pasó por alto lo que acababan de oír para con voz
nerviosa relatar algunos chascarrillos sobre el trabajo, las clases y los demás
compañeros o compañeras, sobre todo de ellas… El discurso se volvió monocorde,
interminable. Mario maldijo el día en que el maldito perro entró en su vida, o
en la de su mujer, por mejor decir, porque el dichoso perro le estaba comiendo
por dentro. Maite, su mujer, siempre quiso tener uno, él no hizo mucho caso
pero, pasado el tiempo, cuando el capricho parecía olvidado, se presentó la
oportunidad, un cachorro, unos amigos… Maite se volvió loca de remate y él…
bueno, Mario se alegró al principio de verla tan feliz y pasó por alto las
molestias. De eso hacía ya año y medio, el perro había crecido y Maite
desaparecido. Desaparecido para él. No soportaba ya el olor acre del animal,
las dentelladas a los muebles, el sofá lleno de pelos, las meadas que aún se le
escapaban, los esporádicos vómitos, las salidas intempestivas a la puta calle
para que hiciera sus necesidades… Y no era lo peor, Maite le hablaba, le
acariciaba constantemente, le pedía opinión sobre cualquier cosa, y el maldito
perro se le subía encima, le lamía la cara, los labios, con esa lengua viscosa.
Hacía tiempo que no podía besar a su mujer y Maite no parecía haberlo notado.
Alfredo esperó, esperaba como si todo el tiempo le perteneciese y pudiera
dilapidarlo a su sabor, sonriente, escéptico, paciente. Miraba a Carmelo como
pensando “sí, hombre, sí, di lo que quieras, derrama tu nerviosismo, dilata el
momento, va a dar igual”, y sus ojos mostraban sonrientes un abismo construido
de infinitas paciencias practicadas en millares de clases perdidas, dentro de
aulas uniformes, ajenas al paso de las estaciones por las ventanas, de los
años, de los lustros, paciencias en espera del silencio, de la aplicación, de
la buena educación, del trabajo; en espera, siempre esperando por si la próxima
generación, los siguientes, por si la civilización occidental fuera obrando en
las cabecitas de niños, de adolescentes, de padres… Alfredo asintió a la
penúltima insulsez atribulada de Carmelo (afanado en no dejar un segundo de
silencio, presintiendo lo que ineludiblemente habría de pasar), con la
seguridad del que manda, “ya pararás”, sonreían sus pómulos levemente
contraídos en esa mueca tan común que expresa la simpatía por compromiso. Y
parecieron sus pómulos –esto sorprendió a Mario- una vez más, redondos, casi
turgentes, como si hubieran por milagro recuperado esa porción de grasa que
abandona la piel tras la juventud, dejándola poco a poco como pergamino y luego
como papel, al fin una película casi transparente que cubre la calavera como
gasa mojada en las personas muy ancianas. Carmelo respiró por fin, rendido a la
superioridad en la mirada de Adolfo, en el momento en que un ruido telúrico se
colaba anulando el repiqueteo de la lluvia que había decidido insistir. Una
vibración grave los sobrecogió un segundo. Luego Mario, mirando hacia el suelo
desde la ventana, con prevención, pudo sorprender al conserje encapuchado,
atravesando el patio seguido por dos grandes contenedores de plástico gris y
tapa anaranjada. Las ruedas de los cubos de basura saltaban por las aristas del
encofrado a base de polígonos regulares que civilizaba el hormigón armado del
suelo del patio, exigidas sin misericordia por la urgencia de Roque, el
conserje. Provocador del pequeño terremoto local capaz por un momento de
alterar el curso de las cosas. Sólo un momento, y Alfredo, sin prisa, “pues yo,
de repente, lo dicho, ya no aguanto estar solo, y empiezo a dudar si aguantaría
acompañado…”. Nada podía detener la sinceridad de acero que oponía Alfredo en
aquellos instantes. Les descubrió el vacío de su apartamento pieza por pieza,
el nerviosismo absurdo que se apoderaba de él tras la comida y que ya nunca le
permitía una buena siesta. La mano ansiosa hurgando sin cesar en el mando a
distancia, los ojos que no paraban en sus órbitas delante de un libro, sin
paciencia, sin pudor, queriendo llegar al final sin siquiera sobrevolar el
principio, ansiando quizá atrapar con urgencia cualquier deleite que pudiera
atesorar el volumen y sorberlo sin pérdida de tiempo para ir a buscar otro, y
no, no era eso, no era así; así acabó también por olvidar el placer de la
lectura y, una tarde, quiso hablar con alguien, lo quiso con la misma urgencia
con que últimamente se le imponían todas las cosas, como el que se orina
irremisiblemente, y buscó nervioso en una vieja agenda, como si no supiera de
memoria los nombres que allí figuraban; buscó como si por casualidad hubiera
allí olvidado el teléfono de alguna vieja novia, implorando una laguna en su
memoria, esperando con desesperación descubrir el nombre de una relación
olvidada, como si pudiera existir ese olvido, una mujer que alguna vez lo quiso
y que aún, por no sé qué, le estuviera esperando. Y se hacía de cruces al
contarlo entre el llanto y la risa nerviosa, porque de verdad lo creyó posible,
quería tanto creerlo que repasó la libreta varias veces, hoja por hoja, aún
sabiendo de sobra que sus relaciones con el sexo opuesto habían sido dos, la
primera a los catorce años y ella no llegó a saber más que de su amistad (por
supuesto entonces nadie se daba el teléfono) y la siguiente a los veinticinco,
Andrea, el amor de su vida, duró tres meses. La policía vino a verle para que
dejara de llamarla un año después (un año, quién lo iba a pensar, no era en
absoluto consciente de haberla llamado tanto, ni le parecía posible que hubiera
de repente pasado un año. Sólo quería saber por qué, si no había notado nada,
por qué no quiso verle más, en qué había fallado, por qué de repente, por qué…).
En la sobada agenda, pastas plastificadas azul marino, hojas sucias a una raya,
amarillentas, las puntas dobladas o enrolladas, sólo nombres pretéritos de
parientes lejanos, la mayoría con la alambicada letra de su difunta madre (Dios
la tenga en su gloria), algún fontanero ya desaparecido, Talleres Marcelino –no
recordaba que un día tuvo coche- y el teléfono también de la asistenta. Nada. Un
par o tres de tarjetas de otras tantas editoriales. La soledad es como un globo
que va perdiendo el aire cuando uno está dentro. No solo está uno aislado sino
que el espacio, que debiera expandirse con la ausencia de otros seres, se
contrae hasta envolverte como una membrana elástica irrompible. La sensación es
asfixiante, no encuentras el resquicio, la salida, el hueco para respirar, la
conversación con otro ser humano, la comprensión, la amistad. Nadie conoce las
miserias que te afligen, las virtudes que te adornan, los vicios que te
avergüenzan; las pequeñas cosas que te hacen disfrutar nadie las conoce, nadie
quiere conocerlas. Todo queda en casa, nadie más disfruta la comida que te
salió exquisita, nadie te pone la mano en la frente por si tienes fiebre, ni te
disputa el canal de televisión, ni canta los goles de tu equipo o te afea la
afición al fútbol, ni te saca de tus obsesiones, nadie se queja si la casa está
fría o te pregunta si llueve o te sientes enfermo esa misma mañana. Nadie. Solo
el globo va perdiendo el aire que ya te falta para respirar, la membrana de
goma se te pega al cuerpo y braceas intentando liberarte, husmeas por las
agendas, estrujas tu cerebro; en busca de alguna breve, insustancial, pequeña
conversación abandonas la casa, pero la soledad no te abandona a ti.
Carmelo trató de intervenir pero esta vez no pudo, todo quedó en un gesto
ahogado en una mueca, sólo él sabía de qué perros rabiosos intentaba escapar
con su palabrería informe, pero pareció darse por vencido y miró al suelo quizá
pensando que al final sería igualmente devorado como Alfredo, si no lo había
sido ya. Mario se iba enfriando por dentro, reconociendo mucho de lo que oía,
demasiado, atando los cabos de una conclusión funesta, como quien punto por
punto identifica en sí mismo los síntomas de una enfermedad mortal. Alfredo
seguía, cerca ya del final, cuando vuelves a casa sin haber encontrado, tras de
un paseo incómodo y estéril, oscurecido ya, y no ves la razón para encender la
luz porque estás solo y total… “Te encuentras en medio del sofá, un espacio
infinito a los lados y al mirar hacia abajo, al pantalón, sorprendes las migas
que han quedado entre los surcos de pana, miserables testigos de una cena muda,
de un día sin vida, de una vida triste, y una pequeña lámpara de grasa que te
hace por fin saltar las lágrimas y te das lástima y piensas ‘si me viera mi
madre, Dios, menos mal que no puede…’”. Mario reconoció por fin en su cabeza
que estaba allí para algo, para algo concreto, por eso había revuelto entre los
frascos de sustancias tóxicas, peligrosas, pero ¿para quién? ¿qué ser debía
abandonar el diabólico triángulo? ¿era acaso el perro, un animal inocente,
irracional? ¿era culpable Maite por desear una mascota y dispensarle su cariño?
Porque eso parecía algo de lo más común… Mientras en sus oídos se apagaba
progresivamente el discurso de Alfredo, Mario rellenó hasta la mitad tres tubos
de ensayo con una mezcla que le pareció adecuada y luego levantó la cabeza para
mirar fijamente a sus compañeros. Había parado el viento y, aterida, asomaba la
luna entre unos retazos de nubes como trapos sucios. “¿Ibas a decir algo,
Mario?”… “mi mujer tiene un perro…”.
sábado, 16 de noviembre de 2013
5. OBJETOS
Parecen inanimados, carentes de ánima, esto es. Sin alma, para entendernos;
luego, hay otras cosas en ellos más difíciles de entender. En los objetos,
digo. Yo mismo tuve, por así decirlo (pues los objetos –así lo convenimos-
pueden poseerse) una pluma. Era aquella una pluma de veras inolvidable, más aún
considerando que estuvo por tres veces en mi poder, aunque, en honor a la
verdad, creo que nunca llegué a poseerla y de ahí una buena parte de mis dudas
con respecto a los objetos, pues ella, la pluma, mostró desde el principio una
suerte de independencia, cómo decirlo, un atisbo de vida propia. Sí, de vida.
Fue primero un regalo de mi difunto padre (Dios lo tenga en su gloria si
quiere estar entretenido) mal recibido por un adolescente entonces egoísta,
caprichoso, acomplejado, huraño, hipocondríaco, acabado proyecto de cretino. Yo
deseaba una e imaginaba otra muy distinta a la que recibí casi de uñas sin
poder acallar mi frustración pueril. La miré de soslayo en su caja cuadrada y
marrón y me desagradaron su forma y su tacto y, más tarde, su trazo demasiado
grueso. Ella no me miró y ese fue el primer síntoma, no es que yo lo notara,
perdido como estaba en mi estupidez nebulosa y hormonal, presa de mi disgusto
desconsiderado. Pero no acusó en absoluto mi desprecio, eso es seguro, por la
dignidad con que exhibía su brillo metálico, sus dorados extremos, su
estilizado cuerpo, impecable. Por la naturalidad con que descansaba en su
almohadillado nicho de terciopelo. No estaba triste, muy lejos del calamitoso
aspecto de los juguetes olvidados, descartados; del resplandor llorón de las
joyas infravaloradas o aparcadas en la oscuridad de los pequeños cajones del
secreter. Nada de eso, ella no se dolió en ningún momento, ni trató de llamar
mi atención por cualquier medio con los serviles subterfugios de los artefactos
que se te cruzan en cualquier sitio haciéndose los encontradizos, de los
utensilios con que no dejas de toparte cada vez que buscas cualquier otra cosa,
interponiéndose en tu prisa, reclamando un pellizco de protagonismo aunque solo
sea mientras los apartas contrariado de cualquier manera, a riesgo –y ellos lo
saben- de resultar dañados en la maniobra. Ésta no, yo no la quise y ella,
sencillamente desapareció; me costó un triunfo encontrarla una tarde que
hastiado y, cómo no, por capricho, quise rescatarla por probar algo nuevo, por
si acaso me estaba perdiendo alguna cosa o por cualquier otro mezquino motivo
que ahora no recuerdo. La llené de tinta y ensayé unos trazos que enseguida me
desagradaron, por gordos, y acto seguido me molestó su talle, por delgado,
luego volví a guardarla, por tonto, con cierta rabia y un notorio disgusto; no
supe apreciar la caricia de su plumín dorado en el papel que levantaba una
suave música de viento entre lejanos chopos y el destilado olor a tinta. Ahora
pienso que allí, confinada en su caja marrón liso que imitaba cuero,
rectangular, brillante, muy marcadas todas las aristas, pasó unos años,
mientras se sucedían los días y los meses, ajena al sol y a las tormentas, a
las noches oscuras y estrelladas, hurtada del tiempo y de las estaciones. Qué
pensaría mientras yo estudiaba, mientras salía, mientras en la tele resonaban
los cuartos y las campanadas de otro nuevo año.
Me fui de casa al fin con la prisa encendida del joven inconsciente, me
llevé lo que pude en unas cajas, lo que me permitió mi desatención atolondrada,
mi inexperiencia ignorante que menospreció entonces lo vivido hasta allí y
también, por tanto, sus objetos, ingenuos delatores de todo lo que en principio
quería abandonar, soplones de ridículas sensiblerías, de gustos infantiles,
bastardos o paletos, tristes impenitentes testigos de aficiones corrientes, de
costumbres sin clase, de oscuras aficiones, de deseos baratos. Me dejé casi
todo y una tarde pasados unos años, pocos, al fondo de un cajón, bajo unos
libros, reconocí pulido el estuche marrón de la pluma. Sin querer la había
llevado conmigo y ella, discreta como siempre, no hizo ningún ruido que pudiera
denotar su presencia. Yo estaba algo más calmado, mi padre había muerto y abrí
el estuche con precaución; algo de la mañana luminosa de otoño volvió a lucir
entonces, como cuando fuimos a comprarla en una minúscula papelería de las
afueras al otro lado de la ciudad, allí él la había encargado a un su amigo.
Caminaba mi padre conmigo, ilusionado, mucho más que yo, casi rozándome, bien
sabía él que no era la pluma como yo la quería, eso era complicado, y muy caro,
pero se había ocupado de buscar un ejemplar magnífico dentro de sus
posibilidades, quizá algo más allá, y confiaba en que terminara gustándome como
la que más. Así me glosaba sus características mientras un tímido sol de sábado
nos envolvía a los dos en celofán amarillo. Me pasó la mano por la nuca… Lloré,
la pluma era otra, la misma, pero otra la que encontré al fondo del cajón
inesperado, lloré a mi padre todo el rato que duró la limpieza, cuidadosa, y
después el llenado de tinta, y aún más cuando el plumín dorado desplegó sobre
el papel su música de viento entre los chopos lejanos y pudo su aguada tinta
mezclada con mis lágrimas recordarme el aroma de otro tiempo del que no hacía
tanto renegaba.
Y comenzó otra época, por esa necesidad tan humana e inconsciente de
señalar por tramos el tiempo, míseras chuletas para el recuerdo. El recuerdo,
el elixir dorado que resulta de destilar el tiempo, de estrujar nuestra vida,
nuestros momentos en la prensa inexorable de nuestra memoria, para al fin
extraer unas gotas, unas pocas, algunas muy amargas. Otra época en que llegué a
idolatrar esa pluma, aunque no crean, ella no perdió la cabeza por ello, ni
mostró un entusiasmo servil cuando volví a descubrirla en el cajón y la
acaricié entre lágrimas, ni se mostró más tarde entregada, o jactanciosa, por
gozar de mis favores a diario. Se dejaba acariciar, y oler, yo entonces la olía
mucho, merced a un accidente que sufrí durante un ciclo de conferencias. Bueno,
la cosa vino a ser que me interesó acudir a una serie de cinco conferencias
sobre la Bauhaus en una de estas fundaciones de pitiminí que cuentan con salones
de actos enmoquetados, envarados conserjes y, a veces, conferenciantes a los
que difícilmente podríamos introducir un piñón por el orto (caso de ser esto
necesario para algo, que por fortuna no lo suele ser). Venía mi interés, como
casi todos los míos por una visión romántica que había urdido yo sobre el
dichoso movimiento a base, fundamentalmente, de lo sugerente del nombre, de algunas
frases entrecortadas pilladas sin ningún contexto en conversaciones ajenas, el
título de un par de libros y las ensoñaciones que de todo ello se formaron sin
ningún control en mi cabeza. Yo funciono así. En fin, el caso fue que, a los
diez minutos de comenzada la segunda (conferencia), cubierta la casi totalidad
del aforo, chirrió un poco la puerta de entrada al feliz recinto y asomó por
ella una criatura etérea, apresurada en sus pómulos ligeramente coloreados y en
sus cabellos que escapaban a la coleta, con la mirada azul ansiosa, algo
inocente, por encontrar lo más discretamente posible un hueco, y ahí anduve yo
por una vez rápido, afortunado y casi desinhibido (quién me lo iba a decir a
mí) porque justamente a mi vera, medio tapada por mi abrigo, se encontraba una
butaca vacante (porque son auténticos butacones mullidos, los que pueblan
semejantes salones de actos) y tuve la
osadía con un gesto de cabeza y brazo de ofrecerla a tan deliciosa criatura en
el momento crítico en que, desatendiendo al conferenciante, la concurrencia comenzaba a curiosear desde
las primeras filas la maniobra de la chica. Aquello fue un auténtico golpe de
suerte, porque ella era preciosa, espigada, casi rubia, su cara blanca y rosa y
una piel de melocotón sin estrenar rodeando las formas justas desde los pómulos
a los tobillos. Era al mismo tiempo atrevida e inocente, cariñosa y distante,
intelectualmente provocadora sin llevarlo al límite, formal y descocada.
Descorchamos algunos juegos inocentes durante las conferencias y, a la salida,
yo la acompañaba un largo trecho andando sin dejar un momento de mirarla,
vamos, creo que me la comía discretamente con la vista. Una tarde vino sin
bolígrafo (era algo despistada) y le dejé mi pluma. Desde entonces quedó
aquella bañada de tal modo en el perfume de ella (del que yo ni tan siquiera
había sido consciente a su lado) que pasó a formar parte de su palillero y,
meses después, aún podía olerse con nitidez. Yo me bañaba en ese olor cada
noche y era como una droga potente que me transportaba sabe Dios donde. El
último jueves, pues ese día tenían lugar las conferencias, alguien vino a
recogerla, qué sé yo, su novio, o su marido; ella hizo un gesto apresurado con
el brazo y corrió precipitadamente hacia él, un tipo con gabardina y todo el
pelo, sin siquiera despedirse. Y le besó en los labios sellando la frustración
más grande que un ser humano puede concebir, con lo que yo había preparado para
ese último paseo, pensaba haberle dicho… Le hubiera dicho algo sin duda sobre
la finamors y el elixir que desprende la contención del deseo, “muero de sed
junto a la fuente”, recordando aquella canción provenzal en el tiempo de los
trovadores, o cualquier otra estupidez que la hubiera hecho sin duda correr aún
más deprisa que la llamada de su hombre. En fin, unos meses más tarde la perdí,
cuando aún conservaba indeleble el aroma de su colonia, cuando más la deseaba,
perdí la pluma. Y me llevé un disgusto, no sé ni dónde, pero un día ya no
estuvo. Por ninguna parte; pensé que se vengaba de mis antiguos desaires, mis
desatenciones y miserias para con ella en el tiempo en que no supe apreciarla y
quizás fue así; pudo también cansarse de andar cada noche pegada a mis narices,
entiendo que no es plato de gusto… Son sólo hipótesis, porque ella no dejó
ninguna nota. Siguió un periodo en mi vida que no tuvo nada de particular, no
sabría qué decir sobre él, ni si el soberano aburrimiento en el que se bañaba
tuvo o no algo que ver con la pérdida. Dos o tres años más tarde –y esto
parecerá mentira- volví a encontrarme con la señorita de la Bauhaus (ni que
decir tiene que, desde aquel episodio, cualquier referencia a la dichosa
corriente, por muy tangencial que fuera, cualquier edificio cúbico, cualquier
diseño simple me olía a Ella) sentada en el trastero, merendando. Pensé en marcharme
pero, de verdad, estaba tan aburrido que fui a sentarme frente a ella sin más,
en su mismísima mesa, y es que en ocasiones el aburrimiento te confiere esa
audacia sobrenatural: ella estaba sola. Se me quedó mirando, me conoció, claro,
y yo pensé, “verás, ahora va a saludarme de la manera más superficial, como si
se alegrara de verme”, por ponerme en lo más doloroso que, en mi situación,
hubiera consistido exactamente en eso, en expresarme formalmente la más
absoluta indiferencia. Esa misma mañana yo había encontrado entre los restos de
una antigua papelería que liquidaba todas sus existencias por cierre, una pluma
exactamente igual a la que me regaló mi padre. Ella, sin dejar de mirarme,
preguntó simplemente “dime ¿cuántas veces estuviste a punto de besarme?”, y yo
tardé algunos segundos, “creo que fueron tres” .
4. BILINGÜE

Hacía tiempo que se le venía colando esa ciudad. Una ciudad pequeña,
rodeada de una muralla baja y ondulante, por encima tejados de cuento,
inclinadísimos, a dos vertientes, con chimeneas rectas hacia el cielo. Algunas
torres, una iglesia grande, luterana, detrás las montañas, delante el río,
lamiendo el pie de la muralla, salvado por un puente medieval pequeño, de un
solo ojo, con las piedras húmedas de musgo. Primero fue en los sueños, ya ni se
acordaba cuándo, quizá en las noches más oscuras, sin luna, en que los
pensamientos previos al sueño tienden a ser lúgubres, a sustanciarse en
preocupaciones; más tarde también en forma de ensoñaciones, por fin casi
espejismos. Podría decirse en resumen que, desde siempre, la pequeña ciudad
había venido en su auxilio, salvando las malas noches y los momentos agrios por
el día ¿cómo era posible? Pues, en lo peor de la refriega, cuando su mente rota
por la aprensión no atinaba ya a pergeñar un pensamiento limpio, correcto,
entraba en una especie de letargo o sencillamente le ganaba el sueño, y allí,
por el viejo y estrecho puente que desembocaba en la puerta de entrada en arco,
penetraba en la pequeña ciudad a pie, sobre el empedrado rústico brillante por
la humedad y por el uso. Por sus calles estrechas, a la sombra de los grandes
aleros y las picudas fachadas, saludaba a la gente sencilla que iba y venía o
se afanaba en los quehaceres diarios. En la plaza rectangular que daba a la
iglesia, en ocasiones brillaba el sol o se desarrollaba un pequeño mercado de
toldos a listas y tenderetes de cajas. Al principio eso era todo, y era
suficiente. Suficiente para recobrar la calma, para mirar en adelante la
realidad de otro modo, desde otro punto de vista, hasta el siguiente escollo.
Eso ocurrió la primera noche que hubo de dormir solo, y también cuando
suspendió dos asignaturas y no se atrevía a decirlo en casa. Únicamente la
ciudad le permitió descansar en esos momentos, sosegarse. El sueño era tan real
que no le cabía duda, había estado allí, existía tan de veras como el mismísimo
colegio, como el barrio que atravesaba cada día, de casas tan diferentes a las
de la pequeña ciudad, de casas apiñadas en grandes bloques cúbicos con balcones
generalmente inútiles. También el día que le dejó su primera novia deambuló
largo rato entre las casas de entramado de vigas a la vista, que formaban
dibujos fantásticos en espiguilla y otros reticulados con variantes curvas. Ese
día acudió incluso a los oficios en la gran iglesia luterana toda por dentro
forrada de madera, con techos altísimos, sujetos por un artístico entramado de
vigas. Debió hasta sonar el potente órgano en lo alto de un pilar para que su
dolor de entonces pudiera mitigarse. Más tarde, como era de esperar, se hizo
adulto y arreciaron si cabe los malos trances, algunas personas queridas
abandonaron el mundo antes que él y, las cosas que de pequeño, de joven, creía
que tenían remedio, ya no lo tuvieron en absoluto, ni esperanza había de que lo
tuvieran, así que, del sueño, la pequeña ciudad fue saltando a la vigilia,
invadiendo los espacios en que la mente se iba, se evadía por unos instantes
del conflicto diario que llamamos realidad.
En sus ensimismamientos, ya admitidos y tolerados por la gente que le
rodeaba, familia, amigos y conocidos, compañeros de trabajo, conoció en la
pequeña ciudad a casi toda su población, entablando relaciones cada vez más
amistosas, más profundas, llegando incluso a ser invitado a comer en esos
comedores que allí se instalaban en la primera planta de la casa, presididos
por una gran chimenea y asistidos por sólidas mesas de roble y bancos robustos con
respaldos tallados. Las viandas llegaban a la mesa hirviendo en panzudos
calderos o grandes bandejas de barro, y los panes eran como montañas. Llegó a
adquirir su propia casa, aunque modesta, pues encontraba trabajo remunerado
ayudando a distintos artesanos. Era una casa estrecha, a dos manzanas de la
iglesia, en una pequeña plazuela soleada…
La mala tarde que fue degradado y ridiculizado en el trabajo por un asunto
que estaba muy lejos de su responsabilidad, se quedó solo frente al cristal de
la ventana tras la mesa del despacho que le habían conminado a abandonar y que
había ocupado durante los últimos cinco años. Fuera, en la calle, rugía el
tráfico como si nada hubiera pasado y las personas caminaban a buen ritmo bajo
esa misma ventana, aferradas al móvil o haciendo gestos a algún taxista. Un
perro defecó en medio de la acera justo antes de que la vista comenzara a
nublársele y una rigidez sobrevenida atenazara su cuello, como anclando su
físico al suelo para mejor permitir que escapara su ánima. Esa misma tarde
conoció, en la pequeña ciudad, a la mujer que sería su compañera, aunque la
verdad es que, extrañamente, ya lo era cuando la conoció. Trajinaba con unos
tarros de mermelada, cerrando unos y probando otros con una serenidad olímpica
entre el aroma a madera, manzanas y ciruelas asistido por retazos de frambuesa,
arándanos y avellanas; sus ojos, sus párpados no temblaban un milímetro y,
cuando él entró en la habitación con su flamante chaleco de terciopelo verde
con botones dorados bajo la casaca, sin siquiera mirarle, pero acariciándole
con la voz, le fue explicando uno por uno los matices que apreciaba en cada
cata de esas exóticas mermeladas antes de darle a probar con la máxima
delicadeza. Por la ventana abierta comenzó una lluvia fresca y aromática y, la
mujer, su compañera, se soltó el pañuelo de la cabeza y dejó que sus cabellos
rizados cayeran hasta por debajo del hombro. Pasaron horas hasta que pudo
recobrarse, porque nadie entró más en toda la tarde a aquel despacho, y,
completamente entumecido, aunque feliz, salió de allí flotando, como si en
realidad le hubieran ascendido.
Muchas veces pensó en escribir todo aquello que le pasaba, o al menos en
contárselo a otro, a alguna persona, pero no encontró ninguna digna de tal
información, es decir, ninguna que, según él, pudiera en realidad comprender lo
que aquello significaba en su existencia y, en cuanto a escribirlo, lo intentó
en alguna ocasión, pero él no era escritor y lo que salía de sus dedos no se
acercaba a un pálido reflejo de lo que quería contar, cómo comunicar la
bienvenida susurrada por el agua esmeralda bajo el puente, el color de la luz
en los aleros y su sombra de perla sobre el empedrado, la melodía tarareada en
el idioma de aquellas gentes, el propio aire que embriagaba y te hacía temblar…
No, no era posible.
Por todo ello, después del accidente, cuando a duras penas lograron
reanimarlo, posiblemente contra su voluntad, nadie pudo explicar (y muchos ni
siquiera dar crédito) cómo era posible que este hombre, en una especie de éxtasis,
se expresara en un idioma absolutamente desconocido para todos los que le
rodeaban, un idioma que, tras laboriosos estudios y concienzudas escuchas de
las grabaciones, algunos expertos lingüistas creyeron reconocer como una mezcla
de checo y alemán bajomedieval.
lunes, 11 de noviembre de 2013
3. OTUMBA,2
No es que tuviera la costumbre de escribir en los bares, no lo había hecho
nunca. Ni siquiera tenía la costumbre de escribir, pero un no sé qué le urgía
aquella misma tarde a contar la historia que llevaba guardada desde hacía años.
Si hubiera, aquella misma tarde, podido encontrar algún interlocutor, alguien
siquiera dispuesto a escucharle un rato, no habría de fijo escrito nada. Pero
así son las cosas, no es tan sencillo como pudiera parecer encontrar una
persona para charlar un momento, precisamente cuando te urge la conversación,
precisamente cuando no puedes quitarte de la cabeza un episodio tan pasado y
absurdo que requiere, de repente y cuanto antes, una segunda opinión. Y así se
decidió al menos a echarlo fuera a punta de bolígrafo, en la esperanza de que,
una vez escrito, consiguiera él mismo, al leerlo, juzgar los hechos con otra
perspectiva. Así se enrocó en una mesa al fondo, en una esquina, al abrigo de
la curiosidad ajena, bajo la pared repleta de matrículas de automóvil, y pudo,
por fin contarlo…
“Santiago Mirlitón Bicho. Era el nombre impreso en la
placa de latón dorado atornillada a la puerta del 3ºE. La historia merece ser
contada. Y debajo, en la misma placa: Músico de la Banda Municipal.
Contra todo pronóstico, Santiago fue apodado “el mirlo” por sus vecinos. Era
gordo y sudoroso, edad media, con una mujer adepta, poco aseada, y un bigotito
fino, recortado entre frondosas sombras azules. Tocaba la trompa todas las
tardes, de siete a ocho, en ocasiones para sus hijos, niño y niña, mellizos de
diez años, algo ruidosos en sus peleas. Su vecino de al lado [3ºD] era un viejo
escuálido tosedor con gárgaras que, con el buen tiempo, se remangaba los
pantalones hasta justo debajo de la rodilla. Dejaba ver unas pantorrillas
tambaleantes llenas de ronchas.
Arriba
[4ºA] Adela, viuda alegre con perro ineducado, impúdico oledor de sexos,
mordedor de muebles, mascador de astillas. Calzaba (Adela), con permiso de la estación,
unos pantalones pistacho muy cortos con vuelta, que dejaban ver de largo el
abultado comienzo de sus cartucheras celulíticas cuarteadas de estrías. El
resto de la pierna tenía un pasar. En el extremo opuesto [4ºF] Malaquías y
Señora, dos almas cándidas con hijos ya mayores entonces, fuera de casa. Él,
cobrador del Santo Entierro a punto de jubilarse; ella, sus labores, a mucha
honra.
Más
arriba [7ºC] Juande y Marina, pareja joven a la moda barata. Ella, peluquera a
sueldo, rubia tintada, esbelta. Él, parado de larga duración con negocios
esporádicos quién sabe si inconfesables. Alto, con pinta de chulo sabiondo y
hablar enfático, rebuscadamente fino sin motivos ni vocabulario al que acudir.
Retorciendo palabras conocidas a base de sufijos imposibles o repescando
términos de insospechado contenido (para él).
Mucho más abajo,
mucho más maduro [2ºB] otro matrimonio. Con nada que ver entre los dos. Ella,
Hortensia, mujer organizadora, gobernanta; por las malas, de armas tomar. Él,
nada que decir. Ella, presidenta de la comunidad. Ambos rentistas. Hortensia y
Ángel, matrimonio trashumante, como muchos, que, a comienzos del verano,
trasladaban su existencia al pueblo. Allí, por unos meses, volvían a ser los
mismos de antes; de antes de emigrar a la ciudad. Allí recuperaban, o
reanudaban, por mejor decir, incluso los hábitos más sucios e insalubres,
parcialmente interrumpidos por su vida urbana, con entera naturalidad. Estaban,
como quien dice, como otros, haciendo las maletas, preparando los fardos, los baúles,
todos esos malditos bultos multiformes que lograran, año tras año, acumular,
atar, apilar a lo largo del pasillo, durante los últimos días de cada Junio.
El
edificio, que daba inicio a la calle [Otumba, 2], era en aquella época, finales
de los setenta, el único bloque de viviendas en la primera manzana de la calle
(ambas aceras incluidas), de manera que sobresalía enorme, inusual,
desproporcionado, muy por encima de las dos filas de casas bajas de piedra o
enfoscado pardo rematadas con teja árabe. Continuaba, sin embargo –el edificio,
digo- haciendo esquina por el mucho más ancho y populoso Paseo de San Polonio,
ya en su mayor parte poblado de parecidos bloques. Conservaba aún, entonces, el
ascensor de madera, protegido por una reja sencilla, reticulado de alambre
grueso ondulado, en rombos. Estremecedor el solado común: rellanos y escalera,
terrazo decorado con imperfecto dibujo en nido de abeja blanco sobre fondo
negro. Muy negro. Oscuridad reinante en las escaleras, alrededor del ascensor.
Sólo en cada planta se abría un simulacro de ventana al patio interior. De
obra, a base de gruesos bloques de
cristal unidos con argamasa. Pequeñas y endebles las puertas de entrada a cada
piso, dos paneles finos y relleno de cartón (serpentín de cartón pegado de canto.
De lo más cómico que pudiera observarse en “carpintería”). Encima de cada
puerta, pintada la letra en negro.
Qué
decir del calor que ataca en dichas fechas. Recuerdo las noches tórridas de
gente sudorosa, paseantes, pañuelo en ristre buscando inútilmente, desesperada
esperanza, la ráfaga de viento fresco a la vuelta de la siguiente esquina.
Aceras y paredes supurando caldorras turbias vaharadas. Y a la luz borrosa
crema laca de la farola amarillenta, las
conversaciones paradas de frases quedas, perezosas, parece que cobraran
inmerecida trascendencia, por enfocadas y envueltas en silencio expectante. Los
vecinos remolones a la hora de subir a casa, temiendo el agobio de su cuarto al
horno durante todo el día, las sábanas ardientes. Y yo encantado de que así
fuera, estirando un poco más la noche emocionante sin causa, como si algo
sorprendente pudiera pasar, espiando temeroso los gestos de mis acompañantes
por si en cualquier momento apareciera el indicio anunciador de la retirada,
“bueno, va siendo hora de irse a dormir”, el bostezo precursor del fin.
En
ocasiones el destino urde tal nudo de casualidades que resulta difícil no creer
en Dios. Sí, yo estuve allí y puedo asegurarlo, me enteré de todo. No es que
viviera en el edificio en realidad, aunque el resto de los vecinos así lo
creyeran; yo pasaba allí el tiempo. Bueno, no resulta fácil de explicar, mi
casa estaba algo alejada, en la cuesta del río, a la parte de abajo. Por esa
zona aún no habían comenzado a construir pisos, todas las casas eran bajas;
algunas, como la mía, miserables; húmedas y de mala construcción.
Pero no era eso lo que me
disgustaba de mi casa. Era la soledad. Al compararme con cualquiera de los
afortunados que podían vivir en una comunidad de vecinos, todos juntos,
cruzándose a diario en escaleras, ascensor, descansillos y vestíbulo,
celebrando reuniones, escuchándose hasta los ruidos más íntimos a través de los
tabiques de papel; me sentía un desgraciado, un paria. En mi casa silencio.
Para tener las mismas probabilidades que en un bloque de encontrarte con
alguien y siquiera saludar, había que salir a la calle y recorrer al menos
cuatro manzanas. Y nunca podría existir la misma confianza. Allí no se
compartía nada.
En
el 6ºC
vivía el hijo de puta más grande del mundo con su madre. Unos decían que había
estado en la legión, otros que en prisión y algunos que en ambos sitios.
Llevaba el típico tatuaje casero en el hombro izquierdo, “amor de madre”, en un
corazón malamente contorneado. Se llamaba Genaro Expósito. “El Gena”. Éste había
sido desde niño el azote del barrio. Haciendo uso de una crueldad extrema, se
granjeó sin mayores problemas el temor del resto, y así fue creciendo, a costa
de hacer sufrir a los demás. Agresiones, extorsiones, humillaciones. Era fácil
presa de la ira; por nada, se ponía como un energúmeno, y la gente se echaba a
temblar. Con el tiempo, a base de pesas, flexiones y mala leche, había
conseguido una complexión también temible. Se le consideraba un auténtico
macarra (en la acepción local de la época). Subía y bajaba de la calle a su
cubil, y viceversa, jurando y maldiciendo a gritos. Si lo hacía por la
escalera, aprovechaba para limpiarse las manos pringosas de cualquier porquería
en las puertas de los vecinos. Las restregaba sin pudor. A veces golpeaba como
un salvaje las mismas puertas porque no le gustaba la música que salía del piso
en cuestión, o simplemente por placer. Sus saludos eran insultos. En el
ascensor palpaba a las mujeres sin miramientos, “estate quieta zorra que lo
estás deseando”, y quitaba el poco dinero a los niños. Por diversión. También
se lo quitaba a los mayores, aunque nadie denunciaba nada, ni lo decían en
alto. Tal era el miedo que el vecindario profesaba al tal Genaro, “el Gena”.
Aquellas
noches tórridas de Junio, bajo la farola, al pie del portal, era Dámaso el alma
del corrillo. Dámaso, en sus últimos tiempos como portero de la finca. Después
de él la comunidad prescindiría de tal figura. La portería le había dejado
tiempo para leer, y poseía una incomparable memoria. En algunas sesiones nos
recitaba capítulos enteros de la venganza
de Don Mendo, simulando cada personaje con un leve cambio de voz precedido
de un cómico pasito a derecha o izquierda. Otras, relataba episodios de los doce césares, de Suetonio. Siempre
con su alegría etílica, la nariz roja terminada en porra y sus grandes paletos
amarillos sin escolta. Qué noches, me hubiera quedado a dormir en la acera,
bajo la farola. Fue precisamente Dámaso quien, en su día, me facilitara la
entrada en la comunidad de vecinos, como uno más. A mí me atraía el edificio
desde que lo conocí, deambulaba por allí, pasando por delante del portal, así
comencé a cruzar saludos con él, cuando salía fuera, a la puerta. Más tarde me
paraba a charlar, manteníamos modestas conversaciones y, la gente del bloque,
al entrar o salir, nos saludaba a ambos; también a mí por estar con él. Se
acostumbraron a verme. Yo duermo poco, cuando Dámaso se asomaba al portal, me
encontraba ya allí algunas mañanas, y eso, creo yo, debió moverle a confusión;
también el que yo me aventurara, por mi curiosidad, en alguna ocasión dentro
del edificio, probando incluso el ascensor.
Por las noches era el último en
abandonar los alrededores del portal, a veces en el bar de abajo despedía a los
vecinos que se recogían a sus casas. Un buen día de lluvia, andaba yo refugiado
en el semicírculo exterior al portal, relativamente amplio y cubierto, mientras
intentaba hacer recuento de mis escasos fondos rebuscando alguna moneda
escondida en los bolsillos, cuando la puerta se abrió a mi espalda, “¿no
encuentra la llave, Don Segundo?”. Era Dámaso, por primera vez pronunciaba mi
nombre -quiero decir el nombre que él me adjudicó pensando que era el mío-. Yo,
por una de esas espontáneas intuiciones, no le desmentí. Al contrario, entré en
el inmueble con una sonrisa y llamé al ascensor dispuesto a saciar mi
curiosidad sin restricciones. Caí en la cuenta de que pensaban que vivía allí.
Para mí, como si me hubieran concedido un piso. Henchido de felicidad, recorrí
los descansillos saludando a diestro y siniestro, escuché extasiado los ruidos
caseros tras las puertas, las discusiones. Me aprendí los nombres de las
chapas. En algunas no se oía nada, como en el 5ºC . Me pegué más. Nada. En la
chapa, Segundo García. Tuve
oportunidad de ratificarlo en días sucesivos. Allí no vivía nadie. Lo comprendí
todo. En adelante, aprovechando el trasiego de vecinos, sujetaba amablemente la
pesada puerta de entrada y, saludando, siempre saludando, penetraba en el
edificio y subía hasta el quinto. Frente a la letra C, sacaba una llave si
pasaba alguien o, agarrado del pomo exterior, simulaba terminar de cerrar la
puerta. Fue más que suficiente, aunque llegué a rizar el rizo tirando unos
calzoncillos al patio interior por una rendija en la ventana de mi descansillo
y pedí educadamente, con falso rubor, a la inquilina del 1ºC (con salida al suelo del
patio, los bajos eran locales comerciales) que me permitiera pasar a recuperar
tan íntima prenda que se me había volado de la cuerda.
Pasé,
por qué no, a asistir a las reuniones de la comunidad. Me molestaba un poco el
nombre. Segundo. Pensé si los padres del sujeto se lo habrían puesto por
modestia o si, quizá, en el colmo de la pereza mental, por no buscar nombres
para sus vástagos, se habrían limitado a numerarlos. Era, en todo caso, un
pequeño peaje, lo demás un sueño. Atento, siempre atento, fui penetrando los
secretos del vecindario. Adela y el Mirlo
sostenían una azarosa relación, un idilio recóndito de escalera. Cada tarde a
las ocho y cuarto, excepto los sábados, se encontraban casualmente en el
descansillo del tercero; la viuda bajaba a pasear al perro, y el músico, recién
abrillantada la trompa tras el ensayo, salía a tirar la basura en el instante
en que, pegado a la puerta, percibía cercanos los jadeos y ladridos del
sabueso. Tras un saludo formal y miradas tórridas de soslayo trufadas de
potentes latidos libidinosos, se aprestaban muy juntos a bajar los dulces y
oscuros tramos de peldaños hasta la calle. El
Mirlo había pasado adelante, musitaba envalentonado entrecortadas
obscenidades al receptivo oído de la mujer, mientras, con la mano libre,
palpaba nervioso sus nalgas bajo el accesible pantalón corto, llegando por
delante hasta el vello púbico. Luego subían en el ascensor.
Existía
una gran amistad, campechana, entre los matrimonios del 4ºF y el 2ºB, macerada en
incontables veladas a la mesa camilla, rodillas al brasero y naipes en mano. Al
tute, al julepe o la brisca, más raramente al cinquillo, enterraban por unas
horas su amistad en aras de la competición, tratándose de lerdos, “tú no sabes
tenerlas”, avaros, tramposos o potreros. Las voces no eran extrañas, comentando
cómo podría haber sido cada jugada de no haber sucedido como en realidad fue.
Pero había confianza, eran todos gente de pueblo y de una edad. Hortensia y
Ángel, Malaquías y Encarna.
Pero vamos al grano.
La noche del 22 del mes de Junio que ahora recuerdo, había convocada reunión de
propietarios de la comunidad para las 23h. Después de cenar. En el vestíbulo.
Solían hacerlo así en verano, dando por descontado que la gente se acostaba muy
tarde y, a esas horas, todos estaban libres. Cinco minutos antes de la hora,
las escaleras y el ascensor se veían poblados de vecinos en bullicioso camino
hacia el vestíbulo; circunstancia esta probablemente prevista por los amantes
del oscuro escalón, Adela y Santiago, cuando no tratada expresamente de
antemano. El resto bajaban despreocupados; Malaquías, por ejemplo, al salir de
casa, sólo había entornado la puerta. El caso es que, una vez abajo, se echó en
falta a Adela y, como era de esperar, el
Mirlo raudo, se ofreció voluntario para subir a avisarla. Al llegar al
descansillo del cuarto vio, con algún disgusto, que Adela y el perrito ya
esperaban el ascensor. Era consciente de que precisamente el ascensor, de
noche, acristalado e iluminado, no podía ser escenario de sus tocamientos y,
por otra parte, estando como estaba, libre, resultaría del todo sospechoso que
ambos bajaran por la escalera, máxime cuando todos esperaban. Espoleado por el
deseo, salió como una centella del cubículo y arrastró a la viuda hacia el
extremo en curva del descansillo, la parte más oscura, frente al 4ºF , y casi sin mediar palabra,
la besó mientras con la mano hurgaba rápido entre sus bragas, luego la otra
directa al pezón bajo el sujetador. Adela, encendida, gemía levemente. El
perro, hociqueando, entreabrió la puerta entornada del piso F y, erguido, se
puso a mordisquear el canto y un poco el marco. Fueron dos minutos tórridos,
luego entraron en razón, se compusieron un poco y bajaron al vestíbulo.
Encarna quedó en el
salón, la televisión muy alta, algo aburrida y defraudada tras la marcha de
Malaquías. No recordaba lo de la reunión y hacía calor. Algo despertaba en la
señora Encarna cuando hacía calor de esa manera y, en esos casos, al menos en
algunos, todavía se las arreglaba para pinchar a su esposo y rememorar
juveniles ayuntamientos. Esa misma noche, al recoger los platos de la cena,
había apretado sus pechos contra Malaquías y posádole, con malicia, la mano en
la entrepierna, “tengo que coserte la cremallera de esa bragueta”. Pero él se
había levantado deprisa, había reunión. A los diez minutos se hartó de mirar
sin ver la tele y se acostó. Sobre las sábanas calientes, se subió algo el
camisón, aún con la luz encendida, y pasó los índices, de forma mecánica, bajo
el borde inferior de las bragas. Echó mano de la pera interruptor para apagar
y…ya no pudo desprenderse de ella. Se frotó compulsivamente con el alargado
interruptor con botón en la punta. La luz se encendía y se apagaba. Se durmió
entre gemidos.
Ángel
se había quedado dormido en el sillón nada más cenar, como de costumbre. Él,
por supuesto, tampoco sabía de reuniones. Él no se enteraba de nada, ni quería.
Hortensia le había dado por inútil y ella lo mangoneaba todo a gusto. Hacia las
once y media despertó de súbito e instintivamente buscó a su mujer. Al
comprobar que no estaba, supuso que quizá habría subido a casa de Malaquías y
Encarna, así que decidió encaminarse al 4ºF . Se encontró la puerta abierta y, como
había confianza, entró pensando que estarían al fondo, en el salón, aunque no
se percibía luz. A la altura de la puerta del dormitorio escuchó unos ruidos
inquietantes, como ronquidos entrelazados con gemidos, y sospechó algo raro. A
la luz exterior de la ventana abierta contempló
desmadejada, sobre las sábanas,
la solitaria figura de Encarna y, en su mente rural, pensó si no la habrían
drogado, con esa manera que tenía de gruñir, y allí no había nadie más. Se
acercó silencioso a la cama, agarró a la mujer por un brazo y la sacudió con
fuerza; él era hombre de pocas palabras y escasos recursos. Encarna se despertó
sobresaltada, en la semioscuridad esbozó la figura de un hombre alto,
desconocido y se llevó un susto de muerte. Soltó un grito ahogado, gutural, y
se lo hizo todo encima. Ángel salió como había entrado y, sin decir palabra,
volvió a su sillón del 2ºB.
Malaquías
encontró a su mujer sobre la cama en estado de shock, ensuciada de arriba
abajo, salió a la escalera y se puso a gritar como un loco pidiendo ayuda. A su
llamada acudieron numerosos los vecinos que regresaban a sus casas tras la
reunión. “El Gena”, que no asistía nunca, bajaba en el ascensor a sus turbios
asuntos nocturnos cuando divisó la aglomeración en el descansillo del cuarto y
se limitó a gritar, “¡qué hacéis ahí, chusma, cucarachas! ¡cada uno a su puta
casa me cago en Dios!”. Juande se abrió paso con suficiencia hasta el
dormitorio, miró profesional las pupilas de Encarna y dijo que se encargaba de
llamar a una ambulancia. De vuelta, reparó en la pulsera y los pendientes de
oro al borde de la cómoda y, entre el tumulto, con un leve movimiento de mano,
cayeron a su bolsillo sin que el gesto fuera advertido por nadie.
La
policía lo tuvo claro: la puerta, con evidentes muescas astilladas, debió de
ser forzada; en la misma, nítidas de grasa, las huellas de Genaro Expósito,
individuo con antecedentes. Encarna apenas recordaba nada, pero el
reconocimiento médico no pasó por alto ciertas erosiones recientes en la zona
vaginal. Además estaba el robo de las joyas. “El Gena” fue directo al trullo.
Yo lo visité alguna vez. Un vecino es un vecino.”
miércoles, 6 de noviembre de 2013
2. EL PROFESOR
Pensé en marcharme, pero me quedé. Me quedé porque la sombra era fresca y
aún hacía calor a finales de Septiembre, porque no tenía hambre, porque era
domingo, porque estaba a gusto en la silla, una cerveza me había sabido a poco
y porque desde la terraza me alegraba la vista la estampa encendida a pleno sol
de la coqueta iglesia de Santo Tomás Cantuariense. Y también porque soy curioso
y, sin querer, arrimo mi atención a las conversaciones ajenas, como la que
justo entonces comenzaba a mi espalda, en la mesa de al lado; la posición
ideal, discreta, yo no podía verlos sin girarme del todo (cosa que ni se me
pasó por la cabeza) y ellos, por lo mismo, no repararon en mí. Eran dos
parejas, maduras probablemente, de paso, como tanta gente por esta ciudad, y
una de las voces comenzó algo…
" … Iba a decir difícil, pero no, es ese un adjetivo
pálido cuando uno se enfrenta a un grupo de elementos confinados contra su
voluntad en un habitáculo pequeño durante horas, poco inclinados aunque
obligados a permanecer más o menos quietos en sus asientos y, por supuesto,
nada dispuestos a escuchar.
Cuando
alguien, sabe Dios por qué imperativos económicos, morales, religiosos,
sociales o, al fin, por la propia fuerza de las cosas, se ve impelido a
comunicar cualquier materia a esta tropa presa, por lo demás, de la más
ardiente dispersión física y mental, los resultados son con frecuencia el sueño
de cualquier guionista afín al surrealismo.
Recuerdo
sin más una entrada sublime en uno de estos reductos que acabo de describir,
residencia temporal de uno de aquellos grupos que el Señor confunda, famosos no
precisamente por su aplicación silenciosa al estudio. Iba yo de buen humor, lo
recuerdo bien porque me duró sólo un momento, aunque ya desde fuera era patente
la algarabía general a base de aullidos de diversa consideración (alta/muy
alta/brutal), golpes y chirridos, resultado del arrastre del mobiliario y
equipo. Mi llegada a la zona cero no produjo mayor efecto que el de un
escupitajo en el mar, pero no perdí la calma y, acercándome a un grupo de
señoritas que se gritaban desaforadamente, traté de informarme sobre el origen
del carnaval elevando un poco la voz. Aquello fue como la chispa en un
polvorín, volviéndose hacia mí a voz en cuello trataban todas a un tiempo de
hacerse entender atropelladamente por encima del tumulto general. Lo peor fue
que nuevos integrantes se iban sumando al coro con renovada euforia en sus
manifestaciones y aquella polifonía espasmódica amenazaba ya con romperme los
nervios y cortarme hasta el resuello. Traté en vano de pedir calma agitando las
manos pero aquello, lejos de calmarse, iba cada vez a más. Las palabras
comenzaron a agolparse en mi cerebro pero no lograba concretar ninguna frase
inteligible. Fue entonces cuando empecé a gritar: ¡tomates! ¡lechugas! ¡verdura!
¡verdura fresca!
Y
se obró el milagro, todos callaron, las mesas y las sillas dejaron de moverse y
muchos pares de ojos muy abiertos comenzaron a escrutarme como si fuera un
alienígena. El loco era yo, podíamos empezar la clase.”
Y había más, seguí escuchando divertido…
“De entre todos estos sujetos
que asisten a clase más o menos asiduamente (sujetos de la educación, quiero
decir) hay un porcentaje que realmente no puede parar. Son éstos que el tutor/a
viscoso o sus propios abuelos llaman inquietos y que hacen honor al sentido más
literal de la palabra, esto es, que no se pueden estar quietos. Los hay
unidireccionales-rítmicos, de los que golpean con el bolígrafo en la mesa,
mueven las rodillas estilo Parkinson o, simplemente hacen el muelle (asienten
constantemente sin que eso tenga nada que ver con que se estén enterando de
algo); éstos son molestos pero predecibles, los realmente peligrosos son los
multidireccionales-aleatorios, porque a la molestia constante unen el efecto
sorpresa y nadie puede permanecer tranquilo a su alrededor.
A
estos últimos además las clases de música les motivan sobremanera. Recuerdo con
especial predilección a uno de ellos que amenizó mis sesiones durante un año.
Las comenzaba habitualmente cabeceando sin control hacia los cuatro puntos
cardinales y, un buen día, mientras yo enumeraba los instrumentos de una
audición según iban interviniendo, él se entretenía representándolos con su
mímica particular. Cuando reparé en su ejercicio de traducción simultánea, le
hice saber la inutilidad de su empeño en un entorno en el que todos sus
compañeros oían razonablemente bien, pero que quizá podría encontrar acomodo en
uno de esos programas que la televisión emite para sordos. Aquello no le supo a
nada y siguió, a intervalos irregulares, soplando la trompeta o rasgando el
violín, hasta que directamente le dije que dejara de hacer el momo. Entonces me
miró muy serio y me espetó: "no se dice momo, se dice morse". Qué más
puedo decir.”
lunes, 4 de noviembre de 2013
1. EL TÍO
José Santos caminaba aquel día, como casi todos en los últimos tiempos, con un deje medroso, aturdido, con la cabeza floja sobre los hombros, lanzando de cuando en vez esquivas miradas hacia atrás en respuesta a algún ruido real o imaginario, los ojos orbitando periódicamente dentro de sus cuencas. Pero caminaba eso sí con un objetivo concreto, real; alguien le había metido una extraña nota por debajo de la puerta, papel amarillo con fibras visibles, arrancado de alguna libreta intemporal, garabateado con un bolígrafo de mina estrecha, reconocía los tonos de esa tinta casi sólida que podían ir desde el azul opaco al violáceo, nada que ver con las modernas cargas… “…Te espera un viejo amigo”. Así terminaba la dichosa nota, y José no dejaba de darle vueltas, un viejo amigo…, porque él tenía a sus amigos bien medidos y contados, no se le escapaba ninguno, no era difícil, así que, aquella tarde bullía por dentro más inquieto que de costumbre, imaginando mil posibles situaciones, la mayor parte de ellas malas o catastróficas, con lo que se iba llenando de miedo como un cántaro debajo de un grifo, aunque, en este caso, siempre cabía un poco más; es ésta, pienso, una facultad del miedo más que del recipiente, pues parece capaz de acomodarse de tal forma dentro de un alma que sigue indefinidamente dejando sitio para sí mismo. El hipotético “viejo amigo” le esperaba en El trastero, un establecimiento familiar para José, separado apenas por un estrecho callejón lateral del enorme seminario de Calatrava, del que, por las tres ventanas laterales, enrejadas, sólo se alcanzaba a ver una porción de ciclópeo muro ciego casi al alcance de la mano; en la acera de enfrente, la coqueta Iglesia de Santo Tomás cantuariense, maciza y pequeña, de los tiempos de la repoblación. Si uno caía en la curiosidad de mirar a ambos lados justo antes de entrar en el bar (algo que con frecuencia ocurría a José) podía encontrar a su izquierda, tapando de frente el final de la calle, parte de la fachada del colegio Calasanz, religioso, de los padres escolapios; a la derecha, siguiendo la misma línea de la acera, el seminario de Calatrava continuaba su propuesta de piedra con la entrada al colegio mayor de los Dominicos, más allá, el lateral inmenso de San Esteban, y mucho más lejos, la línea visual topaba con las majestuosas torres de la Clerecía. Así, entre cerros y colinas de santa piedra dorada, arenisca, se encontraba ese refugio de almas huidizas, o así lo veía José, siempre proclive a extralimitarse en la percepción y deformación de las cosas reales, en la fabulación inconsciente derivada de este ejercicio. Iba llegando y el frío apenas podía mitigar el incipiente dolor de cabeza que se le ponía cada vez que su cerebro intentaba anticipar, rodando entre la multitud de posibles peligros y situaciones incómodas o ridículas, el futuro a cualquier plazo.
No fue capaz de entrar directamente, pasó de largo bosquejando un reconocimiento a través de los cristales de la fachada, tan fugaz y atribulado que no registró absolutamente nada. Lo intentó desde la acera de enfrente y tampoco, y por fin se decidió a entrar pensando si quien le esperaba, o cualquier otra persona, quizá estuviera observando desde dentro sus extrañas y ridículas maniobras. El primer golpe de calor le sostuvo en pie, era Diciembre, veinte o veintiuno, y el contraste de temperatura entre la calle y el interior de los locales no dejaba de notarse con una nitidez que agradecían hasta los huesos. Recibió medio ido el saludo tras la barra, no menos cálido, de los camareros, porque sus ojos giraban como los focos móviles de un campo de concentración tras la alarma de fuga, buscando, registrando el espacio invadido por las mesas y sillas de madera sin ver. Y sólo un brazo en alto moviéndose al fondo, como un chopo mecido por el viento, pudo por fin fijar su atención; el movimiento del brazo se dirigía sin duda a él, en una inequívoca invitación a acercarse. La fisonomía del dueño del brazo no le resultó completamente desconocida, aunque tampoco de las que se reconocen al instante; era un hombre mayor, con una cara curtida bastante arrugada, pero con un continente de hombre fuerte, manos grandes, enormes muñecas, brazos recios y casi todo el pelo, la parte superior, de un castaño pardo, aún no había sido ganada por las canas. Estaba sentado al fondo, en una mesa cerca de la pared junto a una de las ventanas que daban al callejón, en el lado opuesto a la barra, y le señalaba con la cabeza, sonriente, una silla vacía frente a él. Extrañamente, la cabeza de José Santos dejó de centrifugar oscuras hipótesis y su cuerpo obedeció con cierta naturalidad dirigiéndose sin hacer extraños hacia la posición del hombre que tan amigablemente llamaba su atención; cuando quiso darse cuenta se hallaba sentado frente a él con una jarrita de cerveza de un color dorado oscuro, tostada, como allí solían servirla y, en su nerviosismo, probó un primer sorbo frío y amargo, y luego otro que le dejó un estupendo regusto, como esperaba; el hombre le miraba divertido, aún no se habían dicho ni palabra.
-¿Quería Usted verme?
-¿Te extraña?
-No sé… La nota decía “un viejo amigo”…
-No te parezco lo bastante viejo…
-Eso sí, claro, quiero decir…
-Puedo ser tu amigo también, si lo prefieres. De verdad no me conoces?
El viejo se le quedó mirando muy quieto con los brazos extendidos hacia abajo, queriendo mostrarse, exponerse a la mirada inquisitiva de José. Éste cerró un poco los párpados intentando enfocar con la máxima nitidez a la luz amarillenta del local; ya había anochecido, y no eran sus ojos los que fallaban en la identificación, sino su mente la que se negaba en redondo a practicarla.
-¿Tío?
-Ya era hora, Faraguas ¿tan cambiado estoy?
Nadie más le hubiera llamado así, y hacía años que no escuchaba ese nombre absurdo que su tío solía dispensarle desde niño sin que pudiera saberse el origen del vocablo ni la razón por la que se lo aplicaba precisamente a él, generalmente en tono de burla.
-Bueno, te veo bien… sí, algo distinto…
-¿Distinto?
-Hablas bastante… y correctamente…
-Ah! Es eso!
-Pero Tú…
-Pero yo qué? Faraguas, desembucha.
-¿Tú no habías muerto?
-¿Cuándo?
-¿Cómo que cuándo? Hace años, joder. Yo te vi allí tumbado, en el tanatorio, fui a tu entierro…
-¿Acaso estaba vivo antes, cuando pasaba el día deambulando ignorado por todos, especialmente por mi mujer, tu tía; a no ser para estorbarme el fumar?
-Visto así…
-Pues entonces! Si no estaba realmente vivo ¿cómo cojones me iba a morir?-A ver, a ver, Tío, vamos a centrarnos, que una cosa es una cosa y otra muy distinta estar fiambre en una caja metida en un agujero. Yo te vi, allí estabas, tieso, ceniciento…
-Me viste tumbado en una caja ¿eso es todo?
-No simplifiques, no simplifiques…
-Debemos pues fiarnos de tu vista, de tus recuerdos?
-¿De qué si no?
-Pues bien, ahora me estás viendo, sentado en una silla.
José estaba desconcertado, enfrascado en la conversación, tanto que no había lugar para el temor. Echó un trago largo mientras, por encima del hombro de su tío, vislumbró el muro húmedo al otro lado del callejón, a través de las rejas, con brillos esquivos de alguna cercana farola.
-No sé qué pensar…
-No hace falta que pienses tanto sobre este asunto, o puedes seguir pensando que estoy muerto, si eso te tranquiliza.-¿Pero estás vivo o muerto?
-Eso no es importante.
-¿No lo es?
-Vivo, muerto; no son más que etiquetas, queréis etiquetarlo todo, no habéis aprendido nada, leñe. Todo tiene que ser blanco o negro.
-Está bien, está bien, dejémoslo. Me alegro de verte.
Fue una declaración sincera, cariñosa, que reposó entre los pliegues de la piel del viejo, especialmente alrededor de los ojos y despertó en él un gesto cómplice, “para eso he venido”, pensó.
-Eso está mejor, yo también me alegro, y mucho.
-Perdóname, estoy algo confundido, como podrás comprender…-Casi siempre estás confundido tú.
-¿Y tú cómo lo sabes, no te veo desde…?
-Te conozco bien, sé mucho más de lo que imaginas. Pero vamos a beber, a nuestra salud. Hace años que no hablamos.
Acercaron sus jarras un momento en un afectuoso baile. “No es más que un sueño, otro más”, pensó José, sin hacer ningún esfuerzo por despertar, y su tío le miró comprensivo, como si lo hubiera dicho en alto, daba la impresión de que, para él, los pensamientos de José estaban a la vista, escritos con mayúsculas sobre su frente. Supo por eso, sin mayor dificultad, cuál sería la siguiente pregunta de su sobrino.
-¿Por qué has venido a verme? ¿Por qué ahora?
-Bueno, va a ser Navidad, somos familia ¿recuerdas aquella Nochebuena?
-Pero, dime, Tío ¿dónde te metes? ¿qué es lo que haces?
-Pues aquí y allá, viajo en tren.-¿Viajas en tren?¿A dónde?
-No muy lejos, sólo es que me gustan los trenes, siempre me han gustado. Ese leve traqueteo mientras comienza a moverse.
-No tenía idea…
-Sí, antes no veía la oportunidad, ya sabes, me limitaba a hacer lo que querían otros, o trataba de hacerlo, no decidía nada, tu tía lo gobernaba todo y yo, bueno, no oponía el más mínimo esfuerzo, me dejaba llevar. Ahora hago trayectos cortos, hasta Ávila, miro el campo conocido por la ventanilla, amarillo en verano, escarchado en invierno… Las estaciones cerradas de los pueblos, veo la gente pequeña, aterida o sudando, acogida a una pequeña sombra, las casas. Todo se queda atrás y todo vuelve. Y también hablo, hablo con algunas personas, conversaciones triviales, sobre el tiempo o las pequeñas contingencias de la vida, los familiares, las enfermedades, qué sé yo… Me bajé y fui hasta el pueblo, caminando, atardecido, rondé por las calles sin encontrarme a nadie, no me hizo falta, sonaban las chinas al andar, arrastro un poco los pies, y era como si me fueran contando las cosas, las de siempre, como si yo no las conociera, pero me gustó oírlas y pensé, fíjate, que también a ti te hubiera gustado. Luego me estuve un buen rato sentado en el poyo de la puerta. De la casa, ya sabes…
-¿Viajas todo el rato?-También me encargo del invierno.
-¿Del invierno? ¿Cómo que te encargas?
-Verás, por ejemplo, tal día como ayer, tomo las últimas hojas amarillas, marrones, del chopo, que aún resisten en las ramas, estoy ágil todavía, casi con tocarlas caen en mis manos, y las voy guardando en el bolsillo. Luego subo a la torre, por la escalera exterior, detrás de la espadaña, y espero a que sople un poco de viento por encima de los tejados, hasta que noto el frío que se cuela entre los ladrillos viejos y rodea la campana. Ese es el momento, me asomo y dejo caer las hojas poco a poco. Sigo el vuelo de cada una, es una danza lenta y elegante, entre el aire frío, rizado; mecidas por el viento hacen mil piruetas, flotan y planean, o dan vueltas dibujando un silencio eterno, como si no quisieran despertar a Dios. En su último baile acarician los campos, los aleros, pasean por el humo de alguna chimenea, curiosean las puertas y las ventanas. Es un momento único, Faraguas, el final del otoño, infinito… Y soy el encargado de ponerlo en marcha. Tu tío se ha convertido en un tipo importante.
-Estoy orgulloso.
Y lo estaba de veras, y también sobrecogido por la imagen que el viejo acababa de mostrar, veía las hojas saliendo por el bolsillo del pantalón de pana y sus piernas ascendiendo trabajosamente hasta el campanario, sus manazas esparciendo la ofrenda a las ráfagas heladas y el olor a leña, leche y estiércol. Nunca lo hubiera pensado de él. O quizá sí, quizá era eso lo que desde niño sospechaba que se escondía en él cuando lo veía pensativo acodado en la mesa camilla o sentado, en el colgadizo, trasegando con calma esa “deconstrucción” del bocadillo que almorzaba a diario, un pedazo de longaniza de buen tamaño y un torrezno de parecida longitud separados por una buena rebanada de pan y sujetados con fuerza contra ella con la mano izquierda, la longaniza arriba y, con la navaja en la derecha, iba cortando tajadas de una y otro y llevándolas a la boca con el pan que arrancaba de paso. Y acudieron a José la propia mesa y el brasero con su calorífica sensación en las pantorrillas, y el hule verde, y las faldillas con que taparse las piernas… Se le quedó mirando como cuando esperaban los huevos fritos con puntilla de la cena o barajaba para comenzar la brisca…
-No sabes tenerlas, Faraguas.
-¿Cómo?
-Pensabas en la brisca, pero nunca has sabido jugar, no sabes tenerlas.
José sonrió de buena gana.
-No, no juego bien a las cartas, ya lo sabes.
-Tampoco las cartas de la vida las juegas bien.
-Puede que tampoco, es cierto.
-¿Cuánto miedo tienes a perder?
-Todo.
-Y, en realidad ¿Qué es lo que puedes perder?
La pregunta quedó quieta entre los dos porque la respuesta estaba en ella misma. José miró hacia abajo, algo abatido y avergonzado. Sobre la cabeza, notó que la manaza del viejo le rascaba levemente el cuero cabelludo.
-Mira hijo, estás lleno de miedos, pero nada es tan importante. Nada, créeme, lo malo pasa en un suspiro, lo bueno, aún más rápido. No temas nada porque nada hay que temer. Es lo que he venido a decirte.
A José Santos le invadió, por un instante, una tranquilidad inaudita, desconocida, y miró de reojo las mesas de alrededor, la gente, por si el cambio que experimentaba dentro de sí hubiera tenido alguna manifestación al exterior, pero las personas de al lado seguían como si nada, a lo suyo, comiendo, bebiendo o charlando, mientras que más lejos, los camareros tras la barra, escanciaban oscura cerveza y atendían a la plancha. Todo parecía seguir igual, aunque ya no fuera lo mismo.
-¿Podremos seguir viéndonos, Tío?
-Eres una calamidad, Faraguas… ¿Qué pensarías de un tipo que tiene una fortuna metida en un cajón y pasa privaciones?-Que es un idiota.
-Tú lo has dicho. Entérate, eres el dueño absoluto de todos tus momentos, puedes volver a ellos cuando te dé la gana, e incluso modificarlos.
Y recibió un cachete amistoso con más fuerza de la precisa. José quedó pensativo y, al rato, despreocupado, volvió su cabeza a la pantalla alta de la televisión por no sé qué instinto. Cuando recobró la posición su tío ya no estaba, en vano paseó la vista por todo el local. Sospechó entonces de la realidad y, más divertido que otra cosa, se dirigió hacia la barra para pagar. Al sacar la cartera sorprendió en el camarero una mirada extraña, y esbozó una disculpa.
-Ensayaba…, quizá haya parecido que estaba hablando solo…
-Ya está pagado.
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