El próximo día 20 de Noviembre compartiremos un rato de charla sobre la novela TIEMPO DESNUDO en la librería Hydria, que ha tenido a bien acogernos. Ahí va la invitación por si os interesa pasaros un rato.
RELATOS DEL TRASTERO
Algunos cuentos corrientes (y molientes)
licencia creative commons
lunes, 9 de noviembre de 2015
domingo, 7 de septiembre de 2014
SUCINTA HISTORIA DEL MES DE NOVIEMBRE
Hace ya dos años salió a la luz mi primera novela y, para hacerle justicia (sólo había presentado la segunda en el blog), voy a dedicarle también una entrada. Creo que aún se puede conseguir, basta con escribir el título en un buscador y aparecen varias librerías que la ofrecen en sus sucursales virtuales...
lunes, 23 de junio de 2014
martes, 3 de diciembre de 2013
8. UNA TARDE DE JULIO
Comenzaba una ligera brisa, aún tibia pero ciertamente reveladora de
esperanzas más frescas, indicios de algún suave viento por venir al amparo de
las nubes de convección que se iban formando a hurtadillas tras del bochorno
descorazonador que ocupara el día. Ese calorón que, en ocasiones, quita hasta
las ganas de vivir. Sudadas, desvencijadas sobre unas sillas, con unos vestidos
ciertamente cortos y floreados, Yolanda y Lurdes ofrecían la casi totalidad de
sus piernas a la insignificante corriente de aire que pugnaba por sobrevivir,
incluso por crecer al amparo de la tarde de Julio. Desde niñas habían adoptado
voluntariamente la costumbre de vestir igual, o de forma muy parecida, como
sucede a algunas hermanas quizá por imposición materna, y sus cuerpos, quizá
modelados por el mismo atuendo, se habían desarrollado a la par mostrando
similares formas, ligeramente más estilizadas en Lurdes. Aquella tarde, que
comenzaba a nublarse, unas minúsculas gotas de sudor perlaban la cara interna
de los muslos en las dos mujeres, entre el vello corto, apenas perceptible si
no fuera por los esquivos resplandores dorados que a modo de ígneas tildes lo
hacían visible por la denuncia de los rayos de sol que aún podían esquivar las
nubes. Y esperaban; los breves pechos de Yolanda holgados, desentendidos de la
abierta parte superior del vestido, se ofrecían a cualquier mirada de soslayo
mientras su cabellera oscura y rizada caía hacia atrás algo húmeda. Ramiro no
terminaba de llegar, siempre tarde, al margen del tiempo, aunque, a decir
verdad, de su boca no habría salido como de costumbre ninguna hora concreta
para el encuentro. Sólo sabían que llegaría, como siempre y, entre tanto,
solas, en la destartalada terraza del ático, pugnaban por respirar
profundamente el aire hasta entonces irrespirable, sorbiendo de cuando en vez
entre los enormes hielos del combinado a base de licor de naranja y un chorrito
de menta. Lurdes se inclinó hacia la pequeña mesa redonda para encender un
cigarro y las gafas oscuras, demasiado grandes, cayeron hasta la punta de su
nariz y, por su pelo liso recogido, castaño muy claro, reptó un reflejo
brillante recorriendo su cabeza hacia atrás desde la frente, “se está nublando,
voy a quitarme las bragas”, dijo a modo de información sin esperar respuesta;
su amiga esbozó una sonrisa pero pensaba en otra cosa, en algo vago, se sentía
bien, relajada, con la cabeza echada hacia atrás recogía ya un poco de fresco
al paso del aire entre su pelo húmedo, gestando, muy dentro de su cabeza, unas
difusas ganas de alguna temeridad. De abajo llegaban unos ruidos sordos,
desvaídos, como de otro mundo, incoloros retazos de tráfico, rumores difusos de
voces, retales de melodía vertidos a la atmósfera desde la acristalada puerta
de un bar allá abajo, ritmos escupidos desde la ventana de algún adolescente en
un bloque a varias manzanas, la cola deshecha de una lejana sirena produciendo
una breve perturbación en la densidad del aire y todo ello, junto con el cielo
que se volvía irremisiblemente gris gravitando como el propio verano sobre la
ciudad medio vacía, envolvía los dos cuerpos aún jóvenes en un algodón sublime
y despreocupado. Breves intervalos de sol aún hacían chillar el catalán del
suelo, mordido, y refulgir el muro color crema, de una altura hasta el pecho,
disimulando sus desconchones. El muro que separaba todo aquello del abismo.
Entre el aroma mitad sugerente mitad agresivo que desprendían la piel y el
cabello de las chicas, mandarina y sándalo, comenzaba a llegar un olor de polvo
húmedo flotando en la mezcla de metales pesados, hidrocarburos, hojas verdes
calcinadas de las plantas vecinas y el parque próximo, con sus setos y acacias
maltratadas y sus parterres de flores por robar.
Ramiro abrió con lentitud
la acristalada puerta de acceso a la terraza adelantando con suspense estudiado
su pierna izquierda terminada en una raída zapatilla gris, provocando como
esperaba las entusiastas exclamaciones de sus amigas. Para cuando su desgastado
pantalón vaquero ganó por entero la posición, Lurdes ya abrazaba con fuerza
alrededor de la camiseta blanca desbocada y lo besaba repetidamente bajo el
lóbulo de las orejas y en la comisura de los labios. Yolanda se sumó enseguida
a la fiesta metiendo su mano por la espalda desnuda de Ramiro hasta la nuca y
jugueteando con su pelo, “vale, vale, chicas, yo también me alegro, pero no soy
de piedra…”. Él las dejaba hacer, eran sus chicas, desde la adolescencia, una
relación imposible de definir, enseguida lo compartieron todo, Ramiro extasiado
por la belleza de sus cuerpos, por sus ganas de vivir, por su entusiasmo
desbordante, por sus locuras, por haberle elegido para sus confidencias; ellas
atraídas hacia la extraña personalidad de él, muy fuera del circuito habitual
para chicos de aquella edad, indiferente al deporte, alérgico a los alardes,
siempre con sus movimientos elegantes, sosegados, con su voz queda, su discurso
lento, desgranando historias imposibles, sensaciones inadvertidas, deseos
inconcebibles. Con su cara de ingenuo y sus opiniones absurdas, con sus comentarios
ácidos y sus particulares aficiones. Pasaron los años, algunos, ellas tomaron
sus parejas, Yolanda incluso se casó, él se quedó en el ático de sus padres,
con la gran terraza destartalada donde habían pasado tantas horas, y su
relación, con el tiempo, no hizo más que estrecharse; así que, cada uno contaba
con su llave del ático. Y se veían allí con el absoluto desconocimiento del
resto del mundo, incluidas las personas teóricamente más cercanas a cada uno de
ellos, aún eran jóvenes y para cuando no lo fueran sería lo mismo, esa era su
vida y lo demás el resto del mundo. Ramiro se dejó caer en su hamaca milenaria
de estructura de madera comida por la intemperie y loneta descolorida por el
sol y guardó silencio, “cuéntanos algo, anda, no nos tengas así…”, y él se
quedó mirándolas con media sonrisa, divertido, pensando en lo bonitas que
estaban tan fuera de sus vestidos, tan deseables, con sus extremidades largas,
sus cabellos brillantes, sus labios pintados… “No sé, ya me estoy cansando de
tener que amenizaros siempre la velada”, dijo con fingida mala leche, “total
para que os acabéis descojonando…”, y Lurdes, “anda, so bobo, cuéntanoslo ya”.
Él calló de nuevo unos segundos, pensativo, “no sé si he tenido suficientes
besos…”, y ellas se le tiraron encima comenzando un besuqueo furioso entre
risas. “Ya está, ya está, vale, tiempo…”, no le quedó más remedio que zafarse
tirándose al suelo desde la hamaca hasta que se retiraron a sus respectivas
sillas, “está bien, os voy a contar algo alucinante, que sólo yo conozco
¿estáis preparadas?”, “bueno, yo ya estoy sin bragas, no te digo más…”. Y los
tres rieron a gusto antes de que Ramiro pudiera comenzar la historia:
“El otro día hablé con Pedro, me llamó aquí, al fijo, quería hablar
conmigo, ventajas de mantener el mismo número desde hace tanto…”. Ellas no
pudieron controlar gestos y exclamaciones de máxima sorpresa, porque Pedro era
un misterio, el gran enigma para los de su círculo, protagonista de otras
tantas leyendas urbanas. En el instituto era un chico callado,
extraordinariamente inteligente, con unas notas espectaculares que nadie le
echaba en cara; lejos del arquetípico empollón, gozaba del respeto de la
mayoría, un respeto reverencial hacia su superioridad intelectual generalmente
asumida. Era fuerte, física y mentalmente, y hacía uso de un sentido del humor
incisivo y, en ocasiones, lacerante, aunque por lo general contra personajes
que de sobra lo merecían. No tenía un círculo definido de amistades, trataba
con todos de igual forma y así, cada cual experimentaba la sensación de haber
querido charlar un poco más con él, de desear haberlo podido retener por más
tiempo, y esa sensación en los otros le confería un magnetismo creciente. Por
lo demás, no hablaba sobre sí mismo, no hacía confidencias, pocos sabían
siquiera dónde vivía y nadie conocía con exactitud la composición de su familia
ni el estatus social que pudiera corresponderle merced a los ingresos de sus
progenitores, de los que tampoco hablaba. Las chicas que se le acercaron más,
sólo consiguieron algún contacto físico, por lo que supieron contar. Yolanda y
Lurdes se sintieron en algún momento atraídas por él, pero no eran ellas de
perder mucho el tiempo, ni de medias tintas, a su modo exhibían la misma
independencia que él, lo que les acercó en un breve tiempo a un amago de
amistad, lo más reseñable que en este campo se le pudo achacar a Pedro y,
quizá, de haber continuado unos meses más por el mismo camino, la sociedad
Yolanda, Lurdes, Pedro, Ramiro, hubiera terminado como tantas otras partida en dos.
En dos parejas. Aunque probablemente no, ninguno de ellos estaba por su
carácter predestinado a eso. Pedro desapareció. Una mañana ya no se presentó en
el instituto y no se supo más de él, no hubo forma humana de averiguar dónde
había ido, su familia desapareció con él, pues el piso en el que habitaban pasó
a estar vacío. Y eso fue todo, lo que corresponde al plano real, claro, pues
las especulaciones a que dio lugar el suceso fueron infinitas, en una gama
desde lo más habitual hasta el completo absurdo pasando por el surrealismo más
estúpido. Dieciocho años más tarde, justo el verano anterior, se volvió a ver a
Pedro paseando por el barrio, más delgado, parecía incluso más alto, dicen que
volvió a ocupar el antiguo piso de su familia, esta vez solo. Los pocos que
trabaron conversación con él no pudieron sacarle más que vaguedades,
monosílabos y un apretón de manos. Un par de meses más tarde volvió a
desaparecer.
“Tardé en reconocerle, ahora ya ni siquiera se llama Pedro, vive en otro
barrio y su aspecto es muy diferente. Aún no sé por qué quiso hablar
precisamente conmigo, pero lo hizo. Necesitaba tiempo, así que no pudo ser por
teléfono, quedamos para el día siguiente en un antrito detrás de la plaza de la
Paja, anochecido, un lugar rojizo con muebles trasnochados que da a un callejón
verdaderamente estrecho, me costó encontrarlo. Quizá os lleve, flota una música
electroacústica a base de distorsiones que acaba relajando cuando la ignoras, y
el personal no se ocupa en absoluto de ti, incluidos los camareros…”. Un asomo
de impaciencia comenzaba a abrirse paso entre las cejas de Yolanda mientras
Lurdes tensaba el cuello, pero bien conocían las reglas, no se podía
interrumpir, de lo contrario Ramiro abandonaría y a otra cosa. Unas gotas
gruesas y espaciadas de agua tibia estallaron aquí y allá dejando un par de
segundos fugaces manchas ovaladas en el suelo caliente antes de desaparecer
evaporadas como por ensalmo. Se hizo necesario extender el toldo y bajo el
irregular repiqueteo de la lluvia en la lona, continuó el relato.
“Ha estado en el extranjero, no me dijo dónde, hasta que le ocurrió algo
raro y decidió volver. Según parece, un buen día empezó a tener problemas con
los dispositivos táctiles, primero el móvil, que no le obedecía a la primera,
luego no lograba descolgarlo a tiempo cuando le llamaban. Más tarde quiso sacar
dinero en un cajero y le costó al menos diez intentos de pulsar la pantalla con
varios dedos, hasta que al fin, en una de las máquinas de pesado automático de
fruta en un supermercado, le fue absolutamente imposible completar la
operación. La pantalla no reconoció el tacto de sus dedos, la presión, el calor
o lo que sea, imposible. Y ya no le funcionó nunca más en ninguna parte, ni
móvil, ni tablet, ni nada… Ya me diréis… Acabó por concluir que, de alguna
manera, habría dejado de existir. Así es Pedro. Radical. Y todo se le revolvió
por dentro, especialmente lo que había sido su vida, y es que dejar de existir
así, por las buenas, desequilibra a cualquiera, eso es al menos lo que yo pienso,
y así se lo dije. Pero no me miraba, creo que no esperaba consejos, sólo
colocar su rollo, ya me entendéis… Insistía mucho en el momento en que debieron
abandonar el piso en que vivían, cuando se fue del instituto, como si la
existencia de su familia hubiera tomado un carril indebido a partir de ahí. La
historia es truculenta, no sabíamos nada, pero llevaban tiempo acosados,
amenazados, todo empezó por una tontería, los vecinos de abajo, un matrimonio
extraño con un hijo mayor, comenzaron a quejarse insistentemente de ruidos que
supuestamente procedían de arriba, del piso de Pedro, aunque ellos no hacían
nada anormal. De ahí pasaron a pequeños sabotajes, rayar el coche de su padre,
manchar su puerta de pintura, asar sardinas en la terraza para que subiera el
nauseabundo olor, etc… Hasta que un buen día empujaron a su madre por las
escaleras; denunciaron, pero no se pudo probar intencionalidad y, desde el
juicio todo fue a peor, llamadas de madrugada, amenazas de muerte… Su padre
optó por abandonar el piso de repente, sin avisar a nadie…”. El cielo se
oscureció en unos pocos segundos y un par de resplandores fuertes precedieron a
sendos estallidos con sus secuelas acústicas en un corto espacio de tiempo,
como si las tripas del Altísimo se quejaran amargamente. Un breve sobresalto
cortó el hilo de la narración entre risas nerviosas, pero enseguida los ojos de
ellas, muy fijos en Ramiro, le instaron a seguir.
“Un suceso que, a todas luces, no ha podido olvidar. Por lo demás parece
haberle ido bien, es cirujano plástico, aunque ha decidido dejar la profesión
tras haber amasado una auténtica fortuna. No, no fardaba, dijo lo del dinero de
pasada, como con tristeza. Decidió volver al maldito piso cuando perdió la
sensibilidad de los dedos, o, por mejor decir, cuando las máquinas demostraron
ser insensibles a sus caricias, el año pasado y, por casualidad, estaba vacío,
el piso, en alquiler, cosa que no le extrañó cuando lo pensó mejor,
probablemente los vecinos de abajo habrían espantado a más de un inquilino. Desde
allí se dedicó a observarlos muy discretamente, no le reconocieron, nadie en su
antiguo bloque lo hizo, tampoco se dejó ver más que en algún cruce de escalera
a deshoras. Pudo constatar algunos cambios en la familia salvaje, el padre
estaba en silla de ruedas, la madre más gorda, desgreñada, con los ojos idos,
el hijo seguía viviendo con ellos pero se había casado, su mujer parecía ahora
la más amenazante, vociferaba un vocabulario soez contra seres y enseres, sus
insultos, sus inconveniencias, sus impertinencias chocaban contra personas,
animales y objetos, en ocasiones relataba en el mismo tono de voz hiriente,
aquellas cosas que le hacía ‘su hombre’, cosas que nadie quería oír. Todo el
mundo callaba, su marido era una mala bestia, se hacía cargo en solitario de la
frutería desde la minusvalía del padre, y andaba siempre de mala leche,
quejándose de todo, jurando y escupiendo. Pedro se dedicó a observarlos a
distancia, a la caída de la tarde, el hijo y su mujer paseaban al padre
impedido empujando la silla de mala gana por turnos, la madre salía poco. A los
pocos días escuchó el timbre de la puerta insistentemente, no le hizo caso,
luego unos tremendos golpes, quizá también patadas y gritos, pero no se inmutó;
al salir vio que le habían clavado un papel en la puerta, ‘SI SIGES CON LOS
RUIDOS CABRON TE VAMOS REVENTAL LA CAVEZA’. Le hizo gracia, no había cambiado
nada. El hijo frutero aparcaba su furgoneta en un callejón lateral como le
salía de los mismos, nadie osaba ocupar ese sitio y se dirigía a ella de
madrugada, hacia las cinco de la mañana, abría el portón trasero, se metía
dentro, trasteaba con las cajas, salía, arrancaba y se marchaba a mercamadrid
por el género. Así cada día. A Pedro no pudieron pillarle, sólo aparecía por el
piso cuando le cuadraba, en realidad no vivía allí, quería experimentar algo y,
de paso trazó un plan, al principio por entretenerse, suele darse a ese tipo de
distracciones según me dijo, pero luego, lo vio tan sencillo y le pareció tan
cutre lo del papel…”.
Por fin rompió a llover con ganas, los tres se vieron rodeados por un
rugido sordo y furioso, envueltos en vapor por los tres costados del toldo, las
gotas estallaban y se deshacían reventando en el suelo caliente; por sus
narices penetraba fuerte un aroma cansado y familiar a miles de veranos pasados
revividos por el aguacero, un olor a tierra cocida y empapada, a polvo
empaquetado y carbonilla disuelta.
“Una madrugada, finales del pasado agosto, bajó al callejón y esperó entre
las sombras, apenas se notaba el fresco entre el asfalto caldeado y las paredes
tibias, un silencio pesado aplastaba las sombras y ralentizaba cada movimiento
como si todo se desenvolviera en un paisaje lunar. Por el lado opuesto del
callejón no tardó en aparecer el frutero y a Pedro se le antojó una figura
irreal, de cartón recortado, que se moviera a impulsos de algún mecanismo
disimulado; esperó a que abriera el portón trasero de la camioneta y justo
cuando con alguna dificultad se encaramaba dentro, llegó por detrás y le calzó
a través del pantalón un jeringazo de pentotal que, en un par de segundos lo
dejó tumbado dentro, entre las cajas como un fardo; luego le cogió las llaves,
cerró el portón y como si tal cosa, se puso al volante de la camioneta. Las
calles estaban desiertas, mecánicamente, como en un sueño, conducía entre las
farolas y los semáforos cómplices que, en ámbar o verde, le facilitaban el paso.
Sin darse cuenta llegó hasta un edificio en una barriada de las afueras, en el
bajo había una clínica clandestina, de mala muerte, en la que había alquilado
el quirófano con lo indispensable y una habitación, y pagado bien a todo el
personal, no necesitaba más, no temía por la muerte del paciente. Se bajó,
golpeó un par de veces el enrejado de aluminio maltrecho de la puerta y
salieron dos tipos con una camilla que, no exentos de habilidad, llevaron al
frutero dentro del edificio. Pedro entregó las llaves del vehículo a uno de
ellos para que se encargara acto seguido de hacer desaparecer la camioneta por
un tiempo. Luego trabajó intensamente, durante horas, aplicando toda su
habilidad para un ligero cambio de look, afeitado integral, no perdió tiempo
con la liposucción, vaginoplastia y un par de tetas de silicona. La cara se la
dejó exactamente igual. Acabó extenuado y, antes de marcharse, dio
instrucciones para que, durante cuatro días, lo mantuvieran fuertemente sedado
y con un tratamiento hormonal de choque, al cabo de los cuales, sus dos
colaboradores debían depositarlo de nuevo en la trasera de la camioneta en
algún lugar alejado de su casa”.
Había parado de llover, una atmósfera limpia hacía brillar la cara de
Lurdes con la boca muy abierta y los ojos pícaros sonrientes, hizo un gesto
abanicándose con la mano y luego señaló a Ramiro, “¿te has inventado todo eso?”,
él sonrió de medio lado mientras Yolanda, que se había acercado, le ponía la
mano en la frente, “tienes la cabeza llena de mierda”. “Podéis creer lo que
queráis, él ya no volverá, tiene otro nombre, otro aspecto, no sólo físico,
mandó a alguien con su pasaporte al aeropuerto y no sabe si se quedará, me dijo,
pero, en cualquier caso, no volverá a contactar con ningún conocido, ahora,
para todo, utiliza teclado”. Y para aprovechar el aire fresco, que en aquel
instante sí corría con ganas por la terraza, se tumbaron desnudos en el suelo,
muy juntos, a echar tranquilamente un cigarro.
miércoles, 27 de noviembre de 2013
7. EL HOMBRE
Ya no
podía hablar, el hombre, tendido como estaba en los huesos sobre el camastro
aquel; todavía me acuerdo, alrededor su mujer tapándose la cara, el médico, que
ya se iba, y el cura, que acababa de entrar; dos de sus hijos en un segundo
plano, ya mayores, miraban con pena, y entonces, el moribundo levantó la mano
todo señas y huesos indicando que se acercara el mayor. El tipo, un hombretón
ya con poco pelo, bajó la cabeza cuanto pudo por si podía pescar alguna
vibración reconocible en aquel hilo de voz, y entonces, la temblorosa mano del
padre, rozando por detrás la oreja de su primogénito, obró una vez más el
milagro, sacando para él una dorada chocolatina.
miércoles, 20 de noviembre de 2013
6. LA REUNIÓN
“Mi mujer tiene un perro”. Eso es todo lo que Mario pudo articular tras de
un silencio incómodo, infinito y a la vez esperado. “Mi mujer tiene un perro”.
Mario Montes, en una carambola sin sentido, coincidió aquella tarde gris plomo
(finales de febrero) con Alfredo Meneses y Carmelo Aguado, de los departamentos
didácticos de Dibujo y Ciencias Sociales, respectivamente. En el lugar más
inesperado: su propio centro de trabajo, a unas horas, eso sí, en las que
ningún profesor suele acercarse por allí, terminadas las clases mucho antes. Y
entre los tres, hallados cada uno “in fraganti”, prosperó la necesidad
individual de explicar a los otros el motivo de tan intempestiva visita al
instituto; todo esto como colofón a una también compartida cadena de
sentimientos engarzados tras comprobar que no se estaba solo: fastidio,
ridículo, culpabilidad, zozobra, curiosidad… Algo así, no sé si en ese orden.
Mario Montes, titular de química, física y química, estaba, aquella tarde,
agazapado en el laboratorio, segunda planta, al fondo del pasillo opuesto a las
aulas, a la derecha, todo a oscuras excepto el propio laboratorio, iluminado a
un treinta por ciento de su capacidad (sólo una de las tres filas de
fluorescentes). Trasteando Mario en silencio con algunos frascos, olores
salvajes de botica, limpiando los estrechos tubos de ensayo sobre la pila
cuadrada que devolvía soberanamente amplificado el golpeteo del débil hilo de
agua que manaba del alargado grifo pico de cigüeña. El repiqueteo de las gotas
perdidas, roto el canijo chorro por la interposición del tubo y las propias
manos de Mario. Muy desagradable todo, incluido el metisaca obsceno del
artilugio bastardo a modo de cepillo redondo, de escobilla erizada de púas
siguiendo un patrón retorcido, helicoidal, a las órdenes del torturado alambre
de acero. Y Mario, que nunca soportó esa operación, la inhóspita limpieza de
tubos, todo frío, agua, cristal y escuálidos espumarajos de impotente espuma;
se encontró solo, realizándola por lo que parecía iniciativa propia. Y eso
porque a veces, cualquier cosa mejor que la inactividad, todo mejor que el
silencio. El silencio, espacio de la verdad, antesala del miedo, como esos
momentos de angustia en los que uno cree morir y el mundo se para, antes del
vómito. Por eso, en ocasiones, uno se mueve, y hace ruido, y trata, por todos
los medios de no dejar resquicio al subconsciente, a la propia conciencia.
Trata de tapar la boca al de dentro, a ese individuo que no entiende de
componendas ni de disimulos, que no tiene piedad, ni sentimientos, que pregunta
sin ningún pudor por la verdad que bien conoce de antemano pero que quiere
oírtela decir alto y claro. Mario montes giró rápido la llave del grifo
provocando un ostensible aumento del caudal y se multiplicó el ruido
enriqueciendo el espectro de los armónicos. La pila cuadrada retumbó de veras,
y en su pulida superficie las salpicaduras organizaron un polirritmo percusivo
al tiempo que el grueso del chorro impulsaba el volumen de los agudos
ofreciendo una polifonía plana y lúgubre. La tarde entre tanto, por la ventana
más alejada, oscurecía el gris húmedo a hurtadillas, y unas gotas finas y
heladas, como esquirlas de un demonio de hielo, perlaban una fracción de
segundo el espacio intempestivo. Entonces unos pasos arrastrados,
imperceptibles para Mario, obsesionado en no dejar salir a la bestia,
concentrado en el salpicado sonido cerámico, en el baile de las gotas sobre el
blanco brillo, en la fantástica desaparición del líquido por el agujero del
desagüe como si por él se deslizara, a la misma velocidad, su propia vida. Los
pasos terminaron apoyados en el marco de la puerta del laboratorio, cansados.
“Buenas tardes”; y, al levantar la cara de la pila, no menos blanca, la cara de
Carmelo fue como una aparición y, al mismo tiempo, como si siempre hubiera
estado allí. Así de conocida le era esa fisonomía de ojos grandes y absurda
sonrisa; pero no esperaba encontrarla y se azoró, a duras penas cerró el grifo
sin saber qué dejar primero, la escobilla o el tubo de ensayo, ni donde
apoyarlos. Y en su azoramiento agitó por simpatía a Carmelo, consciente en ese
momento de que también él tendría que explicarse, que despejar las dudas ahora
al descubierto por su presencia allí, a esas horas, las dudas que pondrían
sobre la mesa el vacío de vida que impulsa a un individuo a regresar a su lugar
de trabajo durante las, tan ansiadas para los demás, horas de ocio.
“Me olvidé de preparar la práctica, y mañana a primera hora…”, fue Mario el
primero en justificar la anomalía, y acto seguido Carmelo, “Pues yo me he
dejado la agenda, ya ves; en casa comencé a dudar si no habría puesto para
mañana algún control a los terceros…”. Silencio. Un olor a hormigón húmedo se
colaba por las rendijas de las ventanas de aluminio, siempre mal ajustadas,
recordando el inaprensible aroma a segundo trimestre. Un aroma largo,
desabrigado, con matices tristes de fiestas pasadas, desesperanzado. Ráfagas de
viento helado azotaban el muro exterior del laboratorio justificando el
silencio expectante de los dos, ansioso por encontrar un final próximo. Y en
ese silencio otros pasos, “parece que no estamos solos”, salió de la cabeza de
Carmelo vuelta hacia el oscuro pasillo, como si pudiera indistintamente hablar
por delante y por detrás; hasta que los pasos trajeron a Alfredo, barriga por
delante sobre sus piernas escurridas. Los pantalones de Alfredo siempre
colgaron bajo su barriga como ropa tendida, puestos a secar, sin piernas
dentro; nunca unos vaqueros lucieron una caída tan similar al tergal, qué
cosas. “Pensé que estaba solo”, “me alegro de veros”, y Mario quedó petrificado
por la granítica sinceridad de la frase, la frente y los pómulos de Alfredo
expresaban una suerte de alivio, la interna alegría del náufrago rescatado, “me
he quedado trabajando y se me han hecho las tantas, pero ya que estáis
aquí…” -Qué. Ya que estáis aquí
qué?- quedó flotando la duda en los ojos de los otros, y aún pudo dar un par de
vueltas por el vacío laboratorio, deformándose al pasar tras los cristales
curvos de tubos y redomas, porque Alfredo calló. Y no parecía que tuviera ya
ninguna intención de continuar por ese camino. Ahora los tres estaban dentro,
Mario se alejó de la pila y se secó cuidadosamente las manos, como dando
tiempo; Carmelo se sentó en una de las altas mesas del laboratorio, las piernas
colgando y, los dos, por orden explicaron a Alfredo su presencia con
exactamente las mismas palabras que habían utilizado minutos antes, como un
papel aprendido para la función de fin de curso. Y fue entonces cuando él, sin
introducción, sin anestesia, les dijo aquello de que no quería volver, a su
casa, que no era la primera vez que se quedaba. Que en su casa no había nadie, que,
de repente, no aguantaba más la soledad, aunque siempre había vivido solo. Y no
estuvieron en absoluto preparados para aquello, para la sinceridad digo, y, por
supuesto, no correspondieron con un ápice de ella por su parte, al contrario,
Mario calló, pero Carmelo pasó por alto lo que acababan de oír para con voz
nerviosa relatar algunos chascarrillos sobre el trabajo, las clases y los demás
compañeros o compañeras, sobre todo de ellas… El discurso se volvió monocorde,
interminable. Mario maldijo el día en que el maldito perro entró en su vida, o
en la de su mujer, por mejor decir, porque el dichoso perro le estaba comiendo
por dentro. Maite, su mujer, siempre quiso tener uno, él no hizo mucho caso
pero, pasado el tiempo, cuando el capricho parecía olvidado, se presentó la
oportunidad, un cachorro, unos amigos… Maite se volvió loca de remate y él…
bueno, Mario se alegró al principio de verla tan feliz y pasó por alto las
molestias. De eso hacía ya año y medio, el perro había crecido y Maite
desaparecido. Desaparecido para él. No soportaba ya el olor acre del animal,
las dentelladas a los muebles, el sofá lleno de pelos, las meadas que aún se le
escapaban, los esporádicos vómitos, las salidas intempestivas a la puta calle
para que hiciera sus necesidades… Y no era lo peor, Maite le hablaba, le
acariciaba constantemente, le pedía opinión sobre cualquier cosa, y el maldito
perro se le subía encima, le lamía la cara, los labios, con esa lengua viscosa.
Hacía tiempo que no podía besar a su mujer y Maite no parecía haberlo notado.
Alfredo esperó, esperaba como si todo el tiempo le perteneciese y pudiera
dilapidarlo a su sabor, sonriente, escéptico, paciente. Miraba a Carmelo como
pensando “sí, hombre, sí, di lo que quieras, derrama tu nerviosismo, dilata el
momento, va a dar igual”, y sus ojos mostraban sonrientes un abismo construido
de infinitas paciencias practicadas en millares de clases perdidas, dentro de
aulas uniformes, ajenas al paso de las estaciones por las ventanas, de los
años, de los lustros, paciencias en espera del silencio, de la aplicación, de
la buena educación, del trabajo; en espera, siempre esperando por si la próxima
generación, los siguientes, por si la civilización occidental fuera obrando en
las cabecitas de niños, de adolescentes, de padres… Alfredo asintió a la
penúltima insulsez atribulada de Carmelo (afanado en no dejar un segundo de
silencio, presintiendo lo que ineludiblemente habría de pasar), con la
seguridad del que manda, “ya pararás”, sonreían sus pómulos levemente
contraídos en esa mueca tan común que expresa la simpatía por compromiso. Y
parecieron sus pómulos –esto sorprendió a Mario- una vez más, redondos, casi
turgentes, como si hubieran por milagro recuperado esa porción de grasa que
abandona la piel tras la juventud, dejándola poco a poco como pergamino y luego
como papel, al fin una película casi transparente que cubre la calavera como
gasa mojada en las personas muy ancianas. Carmelo respiró por fin, rendido a la
superioridad en la mirada de Adolfo, en el momento en que un ruido telúrico se
colaba anulando el repiqueteo de la lluvia que había decidido insistir. Una
vibración grave los sobrecogió un segundo. Luego Mario, mirando hacia el suelo
desde la ventana, con prevención, pudo sorprender al conserje encapuchado,
atravesando el patio seguido por dos grandes contenedores de plástico gris y
tapa anaranjada. Las ruedas de los cubos de basura saltaban por las aristas del
encofrado a base de polígonos regulares que civilizaba el hormigón armado del
suelo del patio, exigidas sin misericordia por la urgencia de Roque, el
conserje. Provocador del pequeño terremoto local capaz por un momento de
alterar el curso de las cosas. Sólo un momento, y Alfredo, sin prisa, “pues yo,
de repente, lo dicho, ya no aguanto estar solo, y empiezo a dudar si aguantaría
acompañado…”. Nada podía detener la sinceridad de acero que oponía Alfredo en
aquellos instantes. Les descubrió el vacío de su apartamento pieza por pieza,
el nerviosismo absurdo que se apoderaba de él tras la comida y que ya nunca le
permitía una buena siesta. La mano ansiosa hurgando sin cesar en el mando a
distancia, los ojos que no paraban en sus órbitas delante de un libro, sin
paciencia, sin pudor, queriendo llegar al final sin siquiera sobrevolar el
principio, ansiando quizá atrapar con urgencia cualquier deleite que pudiera
atesorar el volumen y sorberlo sin pérdida de tiempo para ir a buscar otro, y
no, no era eso, no era así; así acabó también por olvidar el placer de la
lectura y, una tarde, quiso hablar con alguien, lo quiso con la misma urgencia
con que últimamente se le imponían todas las cosas, como el que se orina
irremisiblemente, y buscó nervioso en una vieja agenda, como si no supiera de
memoria los nombres que allí figuraban; buscó como si por casualidad hubiera
allí olvidado el teléfono de alguna vieja novia, implorando una laguna en su
memoria, esperando con desesperación descubrir el nombre de una relación
olvidada, como si pudiera existir ese olvido, una mujer que alguna vez lo quiso
y que aún, por no sé qué, le estuviera esperando. Y se hacía de cruces al
contarlo entre el llanto y la risa nerviosa, porque de verdad lo creyó posible,
quería tanto creerlo que repasó la libreta varias veces, hoja por hoja, aún
sabiendo de sobra que sus relaciones con el sexo opuesto habían sido dos, la
primera a los catorce años y ella no llegó a saber más que de su amistad (por
supuesto entonces nadie se daba el teléfono) y la siguiente a los veinticinco,
Andrea, el amor de su vida, duró tres meses. La policía vino a verle para que
dejara de llamarla un año después (un año, quién lo iba a pensar, no era en
absoluto consciente de haberla llamado tanto, ni le parecía posible que hubiera
de repente pasado un año. Sólo quería saber por qué, si no había notado nada,
por qué no quiso verle más, en qué había fallado, por qué de repente, por qué…).
En la sobada agenda, pastas plastificadas azul marino, hojas sucias a una raya,
amarillentas, las puntas dobladas o enrolladas, sólo nombres pretéritos de
parientes lejanos, la mayoría con la alambicada letra de su difunta madre (Dios
la tenga en su gloria), algún fontanero ya desaparecido, Talleres Marcelino –no
recordaba que un día tuvo coche- y el teléfono también de la asistenta. Nada. Un
par o tres de tarjetas de otras tantas editoriales. La soledad es como un globo
que va perdiendo el aire cuando uno está dentro. No solo está uno aislado sino
que el espacio, que debiera expandirse con la ausencia de otros seres, se
contrae hasta envolverte como una membrana elástica irrompible. La sensación es
asfixiante, no encuentras el resquicio, la salida, el hueco para respirar, la
conversación con otro ser humano, la comprensión, la amistad. Nadie conoce las
miserias que te afligen, las virtudes que te adornan, los vicios que te
avergüenzan; las pequeñas cosas que te hacen disfrutar nadie las conoce, nadie
quiere conocerlas. Todo queda en casa, nadie más disfruta la comida que te
salió exquisita, nadie te pone la mano en la frente por si tienes fiebre, ni te
disputa el canal de televisión, ni canta los goles de tu equipo o te afea la
afición al fútbol, ni te saca de tus obsesiones, nadie se queja si la casa está
fría o te pregunta si llueve o te sientes enfermo esa misma mañana. Nadie. Solo
el globo va perdiendo el aire que ya te falta para respirar, la membrana de
goma se te pega al cuerpo y braceas intentando liberarte, husmeas por las
agendas, estrujas tu cerebro; en busca de alguna breve, insustancial, pequeña
conversación abandonas la casa, pero la soledad no te abandona a ti.
Carmelo trató de intervenir pero esta vez no pudo, todo quedó en un gesto
ahogado en una mueca, sólo él sabía de qué perros rabiosos intentaba escapar
con su palabrería informe, pero pareció darse por vencido y miró al suelo quizá
pensando que al final sería igualmente devorado como Alfredo, si no lo había
sido ya. Mario se iba enfriando por dentro, reconociendo mucho de lo que oía,
demasiado, atando los cabos de una conclusión funesta, como quien punto por
punto identifica en sí mismo los síntomas de una enfermedad mortal. Alfredo
seguía, cerca ya del final, cuando vuelves a casa sin haber encontrado, tras de
un paseo incómodo y estéril, oscurecido ya, y no ves la razón para encender la
luz porque estás solo y total… “Te encuentras en medio del sofá, un espacio
infinito a los lados y al mirar hacia abajo, al pantalón, sorprendes las migas
que han quedado entre los surcos de pana, miserables testigos de una cena muda,
de un día sin vida, de una vida triste, y una pequeña lámpara de grasa que te
hace por fin saltar las lágrimas y te das lástima y piensas ‘si me viera mi
madre, Dios, menos mal que no puede…’”. Mario reconoció por fin en su cabeza
que estaba allí para algo, para algo concreto, por eso había revuelto entre los
frascos de sustancias tóxicas, peligrosas, pero ¿para quién? ¿qué ser debía
abandonar el diabólico triángulo? ¿era acaso el perro, un animal inocente,
irracional? ¿era culpable Maite por desear una mascota y dispensarle su cariño?
Porque eso parecía algo de lo más común… Mientras en sus oídos se apagaba
progresivamente el discurso de Alfredo, Mario rellenó hasta la mitad tres tubos
de ensayo con una mezcla que le pareció adecuada y luego levantó la cabeza para
mirar fijamente a sus compañeros. Había parado el viento y, aterida, asomaba la
luna entre unos retazos de nubes como trapos sucios. “¿Ibas a decir algo,
Mario?”… “mi mujer tiene un perro…”.
sábado, 16 de noviembre de 2013
5. OBJETOS
Parecen inanimados, carentes de ánima, esto es. Sin alma, para entendernos;
luego, hay otras cosas en ellos más difíciles de entender. En los objetos,
digo. Yo mismo tuve, por así decirlo (pues los objetos –así lo convenimos-
pueden poseerse) una pluma. Era aquella una pluma de veras inolvidable, más aún
considerando que estuvo por tres veces en mi poder, aunque, en honor a la
verdad, creo que nunca llegué a poseerla y de ahí una buena parte de mis dudas
con respecto a los objetos, pues ella, la pluma, mostró desde el principio una
suerte de independencia, cómo decirlo, un atisbo de vida propia. Sí, de vida.
Fue primero un regalo de mi difunto padre (Dios lo tenga en su gloria si
quiere estar entretenido) mal recibido por un adolescente entonces egoísta,
caprichoso, acomplejado, huraño, hipocondríaco, acabado proyecto de cretino. Yo
deseaba una e imaginaba otra muy distinta a la que recibí casi de uñas sin
poder acallar mi frustración pueril. La miré de soslayo en su caja cuadrada y
marrón y me desagradaron su forma y su tacto y, más tarde, su trazo demasiado
grueso. Ella no me miró y ese fue el primer síntoma, no es que yo lo notara,
perdido como estaba en mi estupidez nebulosa y hormonal, presa de mi disgusto
desconsiderado. Pero no acusó en absoluto mi desprecio, eso es seguro, por la
dignidad con que exhibía su brillo metálico, sus dorados extremos, su
estilizado cuerpo, impecable. Por la naturalidad con que descansaba en su
almohadillado nicho de terciopelo. No estaba triste, muy lejos del calamitoso
aspecto de los juguetes olvidados, descartados; del resplandor llorón de las
joyas infravaloradas o aparcadas en la oscuridad de los pequeños cajones del
secreter. Nada de eso, ella no se dolió en ningún momento, ni trató de llamar
mi atención por cualquier medio con los serviles subterfugios de los artefactos
que se te cruzan en cualquier sitio haciéndose los encontradizos, de los
utensilios con que no dejas de toparte cada vez que buscas cualquier otra cosa,
interponiéndose en tu prisa, reclamando un pellizco de protagonismo aunque solo
sea mientras los apartas contrariado de cualquier manera, a riesgo –y ellos lo
saben- de resultar dañados en la maniobra. Ésta no, yo no la quise y ella,
sencillamente desapareció; me costó un triunfo encontrarla una tarde que
hastiado y, cómo no, por capricho, quise rescatarla por probar algo nuevo, por
si acaso me estaba perdiendo alguna cosa o por cualquier otro mezquino motivo
que ahora no recuerdo. La llené de tinta y ensayé unos trazos que enseguida me
desagradaron, por gordos, y acto seguido me molestó su talle, por delgado,
luego volví a guardarla, por tonto, con cierta rabia y un notorio disgusto; no
supe apreciar la caricia de su plumín dorado en el papel que levantaba una
suave música de viento entre lejanos chopos y el destilado olor a tinta. Ahora
pienso que allí, confinada en su caja marrón liso que imitaba cuero,
rectangular, brillante, muy marcadas todas las aristas, pasó unos años,
mientras se sucedían los días y los meses, ajena al sol y a las tormentas, a
las noches oscuras y estrelladas, hurtada del tiempo y de las estaciones. Qué
pensaría mientras yo estudiaba, mientras salía, mientras en la tele resonaban
los cuartos y las campanadas de otro nuevo año.
Me fui de casa al fin con la prisa encendida del joven inconsciente, me
llevé lo que pude en unas cajas, lo que me permitió mi desatención atolondrada,
mi inexperiencia ignorante que menospreció entonces lo vivido hasta allí y
también, por tanto, sus objetos, ingenuos delatores de todo lo que en principio
quería abandonar, soplones de ridículas sensiblerías, de gustos infantiles,
bastardos o paletos, tristes impenitentes testigos de aficiones corrientes, de
costumbres sin clase, de oscuras aficiones, de deseos baratos. Me dejé casi
todo y una tarde pasados unos años, pocos, al fondo de un cajón, bajo unos
libros, reconocí pulido el estuche marrón de la pluma. Sin querer la había
llevado conmigo y ella, discreta como siempre, no hizo ningún ruido que pudiera
denotar su presencia. Yo estaba algo más calmado, mi padre había muerto y abrí
el estuche con precaución; algo de la mañana luminosa de otoño volvió a lucir
entonces, como cuando fuimos a comprarla en una minúscula papelería de las
afueras al otro lado de la ciudad, allí él la había encargado a un su amigo.
Caminaba mi padre conmigo, ilusionado, mucho más que yo, casi rozándome, bien
sabía él que no era la pluma como yo la quería, eso era complicado, y muy caro,
pero se había ocupado de buscar un ejemplar magnífico dentro de sus
posibilidades, quizá algo más allá, y confiaba en que terminara gustándome como
la que más. Así me glosaba sus características mientras un tímido sol de sábado
nos envolvía a los dos en celofán amarillo. Me pasó la mano por la nuca… Lloré,
la pluma era otra, la misma, pero otra la que encontré al fondo del cajón
inesperado, lloré a mi padre todo el rato que duró la limpieza, cuidadosa, y
después el llenado de tinta, y aún más cuando el plumín dorado desplegó sobre
el papel su música de viento entre los chopos lejanos y pudo su aguada tinta
mezclada con mis lágrimas recordarme el aroma de otro tiempo del que no hacía
tanto renegaba.
Y comenzó otra época, por esa necesidad tan humana e inconsciente de
señalar por tramos el tiempo, míseras chuletas para el recuerdo. El recuerdo,
el elixir dorado que resulta de destilar el tiempo, de estrujar nuestra vida,
nuestros momentos en la prensa inexorable de nuestra memoria, para al fin
extraer unas gotas, unas pocas, algunas muy amargas. Otra época en que llegué a
idolatrar esa pluma, aunque no crean, ella no perdió la cabeza por ello, ni
mostró un entusiasmo servil cuando volví a descubrirla en el cajón y la
acaricié entre lágrimas, ni se mostró más tarde entregada, o jactanciosa, por
gozar de mis favores a diario. Se dejaba acariciar, y oler, yo entonces la olía
mucho, merced a un accidente que sufrí durante un ciclo de conferencias. Bueno,
la cosa vino a ser que me interesó acudir a una serie de cinco conferencias
sobre la Bauhaus en una de estas fundaciones de pitiminí que cuentan con salones
de actos enmoquetados, envarados conserjes y, a veces, conferenciantes a los
que difícilmente podríamos introducir un piñón por el orto (caso de ser esto
necesario para algo, que por fortuna no lo suele ser). Venía mi interés, como
casi todos los míos por una visión romántica que había urdido yo sobre el
dichoso movimiento a base, fundamentalmente, de lo sugerente del nombre, de algunas
frases entrecortadas pilladas sin ningún contexto en conversaciones ajenas, el
título de un par de libros y las ensoñaciones que de todo ello se formaron sin
ningún control en mi cabeza. Yo funciono así. En fin, el caso fue que, a los
diez minutos de comenzada la segunda (conferencia), cubierta la casi totalidad
del aforo, chirrió un poco la puerta de entrada al feliz recinto y asomó por
ella una criatura etérea, apresurada en sus pómulos ligeramente coloreados y en
sus cabellos que escapaban a la coleta, con la mirada azul ansiosa, algo
inocente, por encontrar lo más discretamente posible un hueco, y ahí anduve yo
por una vez rápido, afortunado y casi desinhibido (quién me lo iba a decir a
mí) porque justamente a mi vera, medio tapada por mi abrigo, se encontraba una
butaca vacante (porque son auténticos butacones mullidos, los que pueblan
semejantes salones de actos) y tuve la
osadía con un gesto de cabeza y brazo de ofrecerla a tan deliciosa criatura en
el momento crítico en que, desatendiendo al conferenciante, la concurrencia comenzaba a curiosear desde
las primeras filas la maniobra de la chica. Aquello fue un auténtico golpe de
suerte, porque ella era preciosa, espigada, casi rubia, su cara blanca y rosa y
una piel de melocotón sin estrenar rodeando las formas justas desde los pómulos
a los tobillos. Era al mismo tiempo atrevida e inocente, cariñosa y distante,
intelectualmente provocadora sin llevarlo al límite, formal y descocada.
Descorchamos algunos juegos inocentes durante las conferencias y, a la salida,
yo la acompañaba un largo trecho andando sin dejar un momento de mirarla,
vamos, creo que me la comía discretamente con la vista. Una tarde vino sin
bolígrafo (era algo despistada) y le dejé mi pluma. Desde entonces quedó
aquella bañada de tal modo en el perfume de ella (del que yo ni tan siquiera
había sido consciente a su lado) que pasó a formar parte de su palillero y,
meses después, aún podía olerse con nitidez. Yo me bañaba en ese olor cada
noche y era como una droga potente que me transportaba sabe Dios donde. El
último jueves, pues ese día tenían lugar las conferencias, alguien vino a
recogerla, qué sé yo, su novio, o su marido; ella hizo un gesto apresurado con
el brazo y corrió precipitadamente hacia él, un tipo con gabardina y todo el
pelo, sin siquiera despedirse. Y le besó en los labios sellando la frustración
más grande que un ser humano puede concebir, con lo que yo había preparado para
ese último paseo, pensaba haberle dicho… Le hubiera dicho algo sin duda sobre
la finamors y el elixir que desprende la contención del deseo, “muero de sed
junto a la fuente”, recordando aquella canción provenzal en el tiempo de los
trovadores, o cualquier otra estupidez que la hubiera hecho sin duda correr aún
más deprisa que la llamada de su hombre. En fin, unos meses más tarde la perdí,
cuando aún conservaba indeleble el aroma de su colonia, cuando más la deseaba,
perdí la pluma. Y me llevé un disgusto, no sé ni dónde, pero un día ya no
estuvo. Por ninguna parte; pensé que se vengaba de mis antiguos desaires, mis
desatenciones y miserias para con ella en el tiempo en que no supe apreciarla y
quizás fue así; pudo también cansarse de andar cada noche pegada a mis narices,
entiendo que no es plato de gusto… Son sólo hipótesis, porque ella no dejó
ninguna nota. Siguió un periodo en mi vida que no tuvo nada de particular, no
sabría qué decir sobre él, ni si el soberano aburrimiento en el que se bañaba
tuvo o no algo que ver con la pérdida. Dos o tres años más tarde –y esto
parecerá mentira- volví a encontrarme con la señorita de la Bauhaus (ni que
decir tiene que, desde aquel episodio, cualquier referencia a la dichosa
corriente, por muy tangencial que fuera, cualquier edificio cúbico, cualquier
diseño simple me olía a Ella) sentada en el trastero, merendando. Pensé en marcharme
pero, de verdad, estaba tan aburrido que fui a sentarme frente a ella sin más,
en su mismísima mesa, y es que en ocasiones el aburrimiento te confiere esa
audacia sobrenatural: ella estaba sola. Se me quedó mirando, me conoció, claro,
y yo pensé, “verás, ahora va a saludarme de la manera más superficial, como si
se alegrara de verme”, por ponerme en lo más doloroso que, en mi situación,
hubiera consistido exactamente en eso, en expresarme formalmente la más
absoluta indiferencia. Esa misma mañana yo había encontrado entre los restos de
una antigua papelería que liquidaba todas sus existencias por cierre, una pluma
exactamente igual a la que me regaló mi padre. Ella, sin dejar de mirarme,
preguntó simplemente “dime ¿cuántas veces estuviste a punto de besarme?”, y yo
tardé algunos segundos, “creo que fueron tres” .
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